Son pocos los casos de repúblicas modernas que no encuentren en el episodio revolucionario su origen, pues ha de entenderse que la revolución, necesariamente, conlleva un proceso fundacional que permite darle validez al nuevo orden que se busca imponer. Si el mundo anterior a los hechos de 1789 contuvo un número reducido de repúblicas –que bajo ningún concepto podrían ser denominadas como «revolucionarias»–; la mayoría de Estados modernos, necesariamente, comprende a la república revolucionaria como el modelo de Estado preponderante.
La revolución es un suceso de alta carga metafísica en el marco de una teología política, pues en ella el suceso violento se legitima sin la ayuda de una razonabilidad de la comunidad política a la que se aspira, por lo que los sucesos de violencia en una revolución han de mantenerse apoyados en un mito –como los ha llamado Georges Sorel– que, similar a un motor, permite que la violencia no sea racionalizada.
El mito no encarna el deseo de una utopía, sino que se sostiene en los hechos del presente y, por eso mismo, cuando los episodios violentos tienen término y se funda la nueva república, los elementos que se contienen en el nuevo régimen no tienen otra posibilidad aparte de imitar y degenerar las estructuras ya existentes. Al fin y al cabo, el mito siendo en virtud de las circunstancias, hace que los hombres hayan procedido a la violencia por las cosas que ya son, y no de acuerdo a una normatividad ulterior. Por esta razón persiste una equivocada concepción del tradicionalismo, que falsamente supone la respuesta al malestar de la modernidad en una suerte de regreso a aquellas épocas que son consideradas «doradas», mas tal visión sólo podría ser el capricho de aquel que sólo piensa en los términos de una ideología cualquiera, pues el entendimiento correcto de la Tradición reconoce que el problema de la modernidad procede de forma imitativa a estructuras anteriores a ella de forma imperfecta: –toda ideología se caracteriza por la proposición de un desarrollo social que culmine en una utopía, desde la que se piensan todas las soluciones a la sociedad existente–.
Si los Estados modernos, y más precisamente, las repúblicas revolucionarias, proceden de forma imitativa a aquellas formas de gobierno que le anteceden, será fácilmente reconocible que el elemento cohesionador de la sociedad, que otrora estaría en la religión, debe encontrarse de nuevo; pero esta vez en una religión artificial y construida con el único propósito de entregar motivaciones de orden moral para participar en la nueva comunidad política. A la república revolucionaria, pues, la caracteriza la defensa irrestricta de una religión civil; aspecto que el mismo Juan Jacobo Rousseau defendió en «El Contrato Social» a la hora de defender el nuevo orden que esgrimía.
La religión civil es, pues, el ente generador de la moralidad para el Estado moderno; contiene elementos secularizados de la propia teología cristiana –especialmente su naturaleza salvífica al adherirse a ella, y es imitativa de la teología cristiana al ser esta parte del mito que estuvo presente durante los sucesos violentos de toda revolución– y demanda formas imitativas de actos litúrgicos –ceremonias de posesión presidencial– mandamientos –constitución– e incluso pecados –cualquier acto que denigre los símbolos nacionales, o la oposición directa al régimen vigente–. Adherirse a la constitución de una república revolucionaria demanda reconocer la legitimidad de la religión civil, y participar en el escenario electoral y democrático no es más que una profesión de fe por el sistema republicano que se ha impuesto en un país.
(Continuará)
Nicolás Ordóñez y Reyes, Círculo Tradicionalista Gaspar de Rodas de Medellín