Tómate tu tiempo (IV): Las cartas del Duque de Mantua

Fotograma de la película «un gangster para un milagro»

Ya les conté en una ocasión que el doblaje, o la censura, o ambos, cambiaron la nacionalidad del galán de Un gángster para un milagro, haciéndole italiano, de español que era. Yo siempre he sospechado que se debe al papel de rematadamente memo que hace nuestro embajador en la película, aunque si uno se fija bien, cuando el coche oficial llega al puerto a recibir al conde y a su hijo, se ve claramente la enseña de la Segunda República. O sea, que la censura franquista tampoco tenía demasiados motivos para privar al espectador español de tan simpática representación nacional en la gran pantalla. Este excurso viene, aparte de a expresar mi infatigable deseo de mostrarle al mundo la enorme cantidad de información intrascendente que he almacenado a lo largo de mi vida, a compartir mi desazón a cuenta de la siguiente escena: en relación con las misteriosas cartas que recibe Annie Manzanas desde Italia, se produce un interesante diálogo con el conserje del Hotel Marberry que le proporciona el papel de cartas, sobre la identidad de su misterioso corresponsal extranjero:

«- ¿Y quién te escribe tantas cartas desde Italia?

Annie le responde, con gracia: «El Duque de Mantua. Pero no lo digas por ahí, ¡la Duquesa es muy celosa».

Mi desazón obedece a que, como nunca he visto la película en inglés, no creo que Annie se refiera al Duque de Mantua, pero tampoco estoy seguro de que hable, como a mí me habría gustado, del Marqués de Santa Cruz o del Duque de Alba. En fin, supongo que no es demasiado grave…

Yo mantengo correspondencia. Escrita. Escrita a mano y con sobres y sellos y esas cosas. Dudo mucho que a estas alturas vaya a sorprender a ninguno de mis escasísimos lectores añadiendo ésta a la lista de mis extravagancias, pero quedan advertidos.

Hace poco tuve ocasión de leer un extraño artículo de Juan Manuel de Prada que ofrece unas interesantes reflexiones sobre las relaciones epistolares en general y el concepto de «literatura ‘consciente’ de sí misma». De Prada apunta con mucha inteligencia a la enorme pérdida que va a suponer para las generaciones venideras la desaparición del género epistolar: por la dificultad de hacerse cargo de la «evolución intelectual de nuestros grandes escritores», por la imposibilidad de llegar a sondear sus vidas íntimas, por no poder ya reconstruir «la memoria familiar a través de las cartas que nuestros antepasados escribieron o recibieron». El artículo se titula Dos amigas y la lectura de incluso los solos dos primeros párrafos a los que yo limitaría mi recomendación, resulta infinitamente más provechosa que la de estas líneas. Pero allá ustedes si quieren seguir leyéndome.

No sé qué dirán mis cartas de mí; pertenezco todavía a una generación que podía considerar medianamente razonable el esfuerzo de escribir cartas sin verdadera necesidad por un prurito de originalidad o por una idea totalmente americanizada de las relaciones amorosas que supone que una carta de amor viene a ser algo así como la quintaesencia de lo romántico. Por fortuna o por desgracia (pero yo creo que por fortuna), me desprendí relativamente rápido de una concepción tan pedestre de las cartas de amor tras haber recibido más de una y más de dos con cierta cantidad inadmisible de faltas de ortografía (siendo una «cantidad inadmisible» más de cero, tratándose de personas adultas). Mi primer ejercicio continuado de relación epistolar no vino, sin embargo, motivado por ninguna pasión adolescente; lo cual me viene muy bien para el día en que alguien quiera tomarse la molestia de estudiar mi «evolución intelectual», repleta de altibajos pero, creo, no exenta de algún periodo no sombrío. Muy al contrario, se compuso de una larga sucesión de epístolas en esmerada caligrafía pretendidamente renacentista, intercambiadas con un extraordinario caballero que aún hoy me llama su amigo haciéndonos pasar, sin modestia ninguna, por dos versiones modernizadas de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro. El porqué de este, lo reconozco, extraño juego de rol, no viene al caso porque ya les he dicho muchas veces que no escribo esto para contarles mis intimidades –aunque siempre lo acabe haciendo–; y lo cierto es que, andado el tiempo, las cartas conservaron su forma arcaizante, su caligrafía tan esmerada como difícil de leer y su espíritu de sana rebeldía ante un mundo declaradamente enemigo de lo bello, de lo sutil y de lo esforzado. Y aún hoy nos escribimos cartas en las que se deslizan a veces fórmulas de cortesía de regusto añejo, aunque ya no las firmemos con los nombres de aquellos dos santos a los que ahora que les conocemos y que nos conocemos un poco mejor, somos conscientes de no poder imitar, por lo que nos contentamos con rezarles.

Cuando Annie le escribe cartas a su hija, que está en un convento en ESPAÑA y no en Italia [¡malhayan los censores incautos!], lo hace por necesidad: porque no puede permitirse una llamada de teléfono y porque aún no existe interné. Quizás, en su caso, escribir cartas no tenga ningún elemento de originalidad y a nadie le parecerá que el esfuerzo invertido en hacerlo sea ocioso o que sea un tiempo robado a actividades más productivas. Siempre habrá, claro, algún ogro enemigo de las sanas relaciones paterno-filiales (y que probablemente trabaje en el Ministerio de Igualdad), pero ya saben que no me refiero a eso ahora mismo. Nadie concibe que Annie pueda comunicarse con su hija de una manera más «adecuada a su época».

Cuando un ciudadano con acceso a Internet del siglo XXI escribe cartas en lugar de escribir correos electrónicos (que, quizás de manera mucho más acertada de lo que sospechamos, nunca se han llamado «cartas electrónicas»), o de enviar «audios» por WhatsApp, está dedicando una cantidad de tiempo ingente a realizar una actividad seguramente necesaria, como es la de comunicarse con los seres queridos, pero de una manera totalmente inadecuada, totalmente ineficiente. Escribir una carta, claro, exige mucho tiempo: exige planificación, exige elegir un buen papel y un buen instrumento para escribir: muchas de las personas que escriben cartas no lo harían con el mismo bolígrafo de hacer la lista de la compra (otras sí y no hay ningún problema en ello). Exige adquirir un sobre, ese magnífico objeto que únicamente sirve para proteger y mantener juntas las, normalmente, varias hojas de que se compone una carta. Porque, en realidad, podríamos dejar una última hoja en blanco en el exterior para apuntar la dirección y pegarle el sello y graparlas todas; el sobre es una especie de artículo de lujo que sólo tiene una única finalidad, a diferencia de las hojas, que también pueden servir para abocetar los geranios del alféizar o para que García-Vao garrapatee el sermoncito de la semana.

Los sobres, como las plegaderas y los apagavelas son inventos que nos facilitan una única y, en realidad, simplicísima tarea que podríamos ejecutar sin ellos sin mayores problemas. Comprenderán que me gusten: escribo unas cuartillas, las doblo cuidadosamente con una plegadera de hueso y las introduzco en un sobre, pues pretendo que un amigo reciba mis noticias sabiendo que le he dedicado, en mi ausencia física, algunos minutos más de los que me habría ocupado teclearle cuatro tonterías y un par de emoticonos. ¿Cómo no sentirse, tras tamaña pérdida de tiempo, como todo un Duque de Mantua?

G. García-Vao