De Franco a Juan Carlos

A la izquierda, Juan Carlos y a su lado el entonces Jefe del Estado Francisco Franco. EFE

De todos es conocido que Franco no fue ningún aliado de la monarquía tradicional y representativa, fundado en su enemistad con el propio carlismo, cincelada con el genio del profesor Elías de Tejada en la sentencia: «Franco y Maroto son los mayores enemigos del carlismo en su Historia».

Sin embargo, parece que el general Franco cuenta con nostálgicos nacidos de la corrupción actual, que le conciben como la medicina «católica» española a la situación presente.

Ahora bien, esta conclusión peca de superficialidad reseñablemente. El franquismo, cuyo contenido era la persona del general Franco estimó, en un momento de agotamiento de las potencias del Eje y de imposibilidad autocrática, alinearse con la política exterior norteamericana anticomunista, permitiendo la entrada de la ideología capitalista en el seno del régimen. Así, la ruptura del régimen de Franco y el constitucional resulta forzada debido a la continuidad entre ambas. Esta continuidad no sólo se concreta en los sujetos, esto es, aquellos nacidos bajo las alas del Movimiento propiciaron el cambio de régimen —lo cual dice mucho del supuesto contenido del régimen franquista—, sino también en el ámbito jurídico. Por ejemplo, Juan Carlos firma la Constitución de 1978 con el título de «rey» o la transmisión de poderes se fija en función de las Cortes del reino. Por ello, si la tesis progresista del origen de los poderes constitucionales —que deben ser inmaculadamente originados por el sufragio— carece de rigor, la tesis de la inocencia del franquismo respecto del constitucionalismo también es laxa, puesto que la continuidad existe.

Ahora bien, esta continuidad no sólo es, como decimos, concreta, sino de alguna manera abstracta, pues el contenido o supuesto contenido del régimen mutó con el desarrollismo hacia el capitalismo liberal, siendo la constitución de 1978 la cobertura jurídica de una realidad fáctica cuyos contrastes institucionales debían ser podados, estos contrastes eran accidentales de alguna manera. Ejemplo de ello es la quiebra de la unidad católica, imperfectamente aplicada por la confesionalidad, herida de gravedad por la libertad religiosa introducida por el franquismo y sepultada consecuentemente por la aconfesionalidad.

Por esta razón, una crítica al sistema liberal debe desprenderse de modalidades liberales conservadoras atenuadas, para asumir los principios real y sustancialmente contrarios al sistema revolucionario, es decir, los principios del catolicismo político atacados por el franquismo y sepultados por sus sucesores.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense