Tras el presidio llegarían los turbulentos años finales de la República, y después, una Cruzada que dio a la Comunión de los Santos tantos mártires como ninguna otra. Sería imposible exponer aquí el papel crucial que nuestro hombre desempeñó en aquellas sangrientas pero gloriosas horas de nuestra historia. Bastará consignar brevemente que fue él quien liberó el Alcázar de Toledo al frente de un ejército de legionarios, regulares y, por supuesto, requetés.
Después de la guerra (y ya casado con Casilda Ampuero, de mención obligada, proveniente de familia carlista y última jefe nacional de Frentes y Hospitales, sucediendo a la gran margarita María Rosa Urraca Pastor), llegarían momentos difíciles para él y los carlistas. La progresiva totalitarización del régimen, cada vez más alineado con las Potencias del Eje y menos dispuesto a una restauración de la monarquía tradicional, puso a los carlistas en guardia, y con ellos, al General Varela.
Poco a poco, todos los críticos con ese proceso de estatalización a través del partido único fueron entrando en el punto de mira de los gerifaltes de la FET y de las JONS. Multas, censuras, detenciones e incluso misteriosas desapariciones… Desde las jerarquías falangistas se auspició una guerra sorda contra los carlistas, quienes pudieron encontrar algunos apoyos en antiguos correligionarios irregularmente bien asentados en el nuevo régimen, como Esteban Bilbao, y en los amigos de siempre, compañeros de armas unos años antes, como el General Varela. Antonio Lizarza, delegado de requetés en Navarra (y cuya ejecutoria bien merecería consideraciones aparte), cuenta en sus Memorias de la Conspiración una anécdota suficientemente ilustrativa: «en la época que podríamos llamar de Serrano Suñer en Gobernación» una vez fue llamado con extrema urgencia a la Dirección General de Seguridad. Varela, enterado de esta orden, y sabiendo que allí no le esperaba nada bueno, decidió llamarlo antes al Ministerio del Ejército para ponerle escolta y telefoneó personalmente a la citada (y siniestra) Dirección General antes de su extraña «cita». Una vez allí, apenas un improvisado saludo cordial del Director General, que dice no haberle llamado y le remite a la Comisaría de Cuatro Caminos. Su escolta advierte a Lizarza que le siguen dos policías. Varela vuelve a tomar cartas en el asunto, y el comisario termina diciéndole al dirigente carlista que encantado de saludarle y que queda a su disposición… La anécdota habla por sí sola.
El punto álgido de esta fricción es de sobra conocido: 15 de agosto de 1942, los carlistas celebran la tradicional festividad de la Virgen de Begoña en la basílica bilbaína del mismo nombre. A la Misa, en sufragio de los requetés muertos durante la Cruzada, asiste el General Varela, ya ministro, acompañado por su esposa. Entonces, dos coches oficiales de FET y de las JONS se acercan al lugar y, acabada la Misa, varios hombres uniformados, entre los que estaba el inspector nacional del SEU Juan Domínguez Muñoz, se abren paso entre la multitud, hasta que Domínguez lanza una bomba cuya trayectoria fue desviada por alguien que le cogió el brazo. El resultado fueron más de setenta heridos, entre ellos el propio Varela.
Las verdaderas razones de aquel impío y cobarde atentado nunca han sido esclarecidas del todo; entonces se intentó alegar que lo motivaron unos gritos subversivos contra Franco entre las masas carlistas, algo que negaron todos los presentes, empezando por Varela. No importó. Tras el incidente vino la crisis, y Varela exigió a Franco que se dilucidaran responsabilidades. Pero Franco continuó con su deriva falangista y se negó a dar más curso al asunto, que se resolvió con la dimisión de Varela y la compensatoria destitución de Serrano Suñer para guardar las apariencias. Un año más tarde, el general isleño aún tuvo coraje para entregarle en persona a Franco la carta en que varios jerarcas militares pedían la restauración de la monarquía.
Todo lo dicho demuestra la extraordinaria virtud de nuestro hombre, militar insobornable, de indómita personalidad, émulo de aquellos grandes capitanes del Imperio que cuatro siglos antes conquistaron el mundo. La infame retirada de su efigie por el Ayuntamiento de San Fernando no es más que el triste testimonio de que hoy la honradez y la justicia brillan por su ausencia; de que nuestro mundo se ha sublevado contra todos los principios que Varela representa y ahora intenta enterrarlos en lo más hondo.
Los carlistas que asistimos con estupor a este cínico intento de borrar el pasado, no podemos menos de afirmar con vehemencia nuestra identidad. Esta necesidad de afirmar nuestra identidad en tiempos adversos es tanto más acuciante cuanto más descarado es el intento de hacernos desaparecer de la historia. «Los ojos que contemplan tristemente —dice Benigno Bolaños, alias Eneas— las presentes ignominias, las farsas y el envilecimiento de ahora, vuélvense amorosos a mirar la Tradición, de la misma manera que en las casas grandes, venidas a menos, halla el corazón de sus moradores consuelo y orgullo en la grandeza de sus antepasados».
Pero los carlistas no sólo hallamos consuelo y orgullo en la grandeza de nuestros antepasados, sino también en la grandeza de quienes estuvieron con ellos, a su lado y de su lado. Y si no hay ningún carlista, según Eneas, que, por muy humilde que sea, no se enorgullezca con las grandezas y los méritos de los demás como con algo suyo propio y personal; no hay tampoco carlista, por muy intransigente que sea, que no tienda la mano a aquel que es amigo de los nuestros y recibe el escarnio y la calumnia. Por eso hoy los carlistas tenemos la obligación, entregando el honor en prenda, de defender al General Varela, como él defendió a los nuestros en las celdas de las cárceles, en los campos de batalla y en los despachos ministeriales.
Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Manuel Vázquez de Mella