La monarquía católica es magnánima. Anhela grandes empresas espirituales, evangelizar continentes enteros; detesta la mediocridad espiritual moderna; pide a Dios virtudes heroicas; proyecta su acción, como el Quijote, sobre elevados fines morales y políticos, que alcanza con santa picaresca (hacerse todo a todos) y recetas sapienciales.
Por el contrario, el gigantismo plutócrata de hoy, desde las primeras piedras del Estado liberal, pretende su Némesis: apoderarse de todos los reinos, edificar la antimonarquía anticatólica. Para ello, opone lo global a lo universal, apoderándose de mares y ríos del espíritu.
Enseña el Aquinate que la ambición es una magnanimidad viciosa. Lo es, porque desorbitar el apetito de grandeza conduce a un afán inmoderado de poder: quien extrema su ánimo, ansioso de gloria titánica, acaba queriendo someternos a todos. Como precisa el Doctor Común: «ita maxime vult princeps omnium solus esse» (II-II, q131, a2). Y en esto, precisamente, consiste la lujuria de imperio que ciega al Leviatán: no es magnánimo, sino monstruosamente maximalista.
El siluro moderno tiene longitud mundial. Salió del Maelstrom nominalista, se alimenta de potentia absoluta. Quiere devorar las esencias, tragarse el orden creado, dominar las aguas de la vida sobrenatural, oscurecernos a todos.
Es lo que tiene el coloso de la Modernidad. Que, como diría Tolkien, quiere un Anillo para regirnos a todos. Sea de forma conservadora, sea de forma progresista, piensa siempre de la misma hechura: proclamando que el hombre es ser supremo para el hombre (Volney). No es extraño que su estatalismo antropocéntrico evolucione, por propia lógica interna, hacia una sinarquía planetaria. La apetencia de mundos, en política, no se conforma con menos que con astros enteros.
El humanismo irreligioso, que arranca el fuego divino de las manos de Dios para entregárselo al hombre irredento, tiene ya su culto modernista, pachamámico y cósmico. También sus estructuras jurídicas, tecnológicas y financieras, su colosalismo logístico sumergido.
La ambición mundialista de este penúltimo basilisco no quiere trabajos hercúleos, ni bienes universales, ni grandes tribulaciones de apostolado. Lo que desea es señorearnos a todos. Lo que ambiciona es, simplemente, que todos naveguemos por sus costas territoriales. Pero la falsa grandeza del liberalismo deslumbrará al ambicioso, pero no al magnánimo.
Nosotros, a su movilización total (Jünger), no oponemos ismo alguno, tampoco el hispanismo; sino una doctrina, la de la monarquía católica, que es veraz. Enfrentamos al monstruo con una verdad potente, que necesita almas grandes y magnánimas: y una virtud necesaria para grandes trabajos de reconstrucción; para tiempos fuertes, desde nidos de águilas.
Teniendo siempre en la mente el aviso del Rey (Jn 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada, hay que lanzarse sin miedo a los mares de las más nobles empresas católicas; y navegando sin miedo las aguas del Leviatán, dar en el puerto seguro de nuestros mártires. En su memoria, atravesando el oleaje del tiempo con naves católicas, descubriremos el horizonte.
David Mª González Cea, Cádiz.