Comienza don Rafael Gambra su exquisito artículo A vueltas con los valores del siguiente modo: «El término “valor” o “los valores” está muy de moda. Es un recurso casi universal para diluir lo que no se quiere declarar expresamente o para enmascarar lo que se dice. Será difícil que abráis página de un periódico o que leáis un anuncio de una institución o colegio o la declaración de intenciones de una asociación o partido sin encontrar una referencia a “los valores”. Valores humanos, valores éticos, valores democráticos, valores de la tolerancia, valores del progreso, etc. Lo que no encontraréis nunca es una alusión expresa al catolicismo, o simplemente a una religión concreta. En el prospecto de cualquier colegio o universidad católica que se funde lo más que encontraréis es una vaga referencia a una educación “en los valores inspirados en un humanismo cristiano”. Esto es producto las más de las veces de lo que se llamó “respetos humanos” o de la pérfida creencia en que el éxito será mayor si se amplía la base ocultando entre vaguedades la intención apostólica (“del que se avergüence de Mí ante los hombres, Yo me avergonzaré ante el Padre que está en los Cielos”)».
Son palabras perfectamente aplicables a numerosos colegios, universidades y demás instituciones católicas que vemos a nuestro alrededor. A raíz de este artículo, me venía a la cabeza una película que encarna este intento de transmitir «valores», eludiendo en todo momento cualquier mención a la religión y que es propuesta por muchos colegios y asociaciones educativas católicas como un modelo a seguir. Se trata de Los chicos del coro.
La película está ambientada en la Francia de la postguerra, donde Clément Mathieu, profesor de música en paro, es vigilante en un internado de reeducación de menores. En sus esfuerzos por acercarse a ellos, descubre que la música atrae poderosamente el interés de los alumnos y se entrega a la tarea de familiarizarlos con el canto, al tiempo que va transformando sus vidas para siempre.
Los primeros fotogramas, con el deslumbrante interior de un teatro neoyorquino con un patio de butacas a rebosar y aplaudiendo a un insuperable director de orquesta, intentan atraer al espectador y envolverlo en un clima mágico. La película trata de poner de manifiesto cómo la música en la educación nos lleva al éxito y nos transforma la vida.
Esta película tan alabada por la crítica, creo que no puede engañarnos. Como siempre que se plantean estos temas, es la educación lo que está en juego y es ese modelo educativo en el que la música, el deporte, la pintura…todos ellos, elementos nobles y buenos en sí, pretenden sustituir aquello que es insustituible. Y es lo que se echa de menos en la película: la total ausencia de una educación católica, pero no como un añadido más, sino como algo que ilumina todos los ámbitos y que sin ella todo lo demás queda huérfano, sin anclaje.
El problema no está tanto en la película en sí, sino en que tantos colegios y asociaciones católicas hayan considerado este film como un ejemplo a seguir proponiendo a sus alumnos modelos de educación basada en «valores» y ajenos totalmente a una verdadera educación católica.
Dice muy acertadamente Rafael Gambra que ni siquiera la Iglesia actual se atreve a pedir una educación religiosa católica, sino una educación basada en «valores», y esta es una de las razones por las que esta película ha sido tan bien acogida en ambientes católicos modernos. El objetivo final es buscar el éxito mundano, un mundo mejor, utilizando elementos comunes a todos los hombres; la música, el arte… Se pregunta Rafael Gambra al final de su artículo: ¿Habrá alguna reacción entre los educadores o educandos, entre la Iglesia o la sociedad civil? ¿O habremos de resignarnos pasivamente a la descristianización o a la orientalización de nuestro mundo?
Creo que, después de unas décadas, la respuesta es clara viendo los derroteros que ha tomado nuestra sociedad, nuestras escuelas y cómo no, las universidades.
Belén Perfecto, Navarra