Cómplices necesarios

El obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez. Foto Atlántico

Bernardo Álvarez, obispo de Tenerife, durante una entrevista para Radio Televisión Canaria, declaró que «la Iglesia tiene unos principios en relación con lo que son las cuestiones morales, ahí está el Catecismo de la Iglesia Católica. Las personas son siempre dignas de todo respeto, las personas, luego sus comportamientos son discutibles»; y al ser preguntado sobre si la homosexualidad constituye un pecado mortal, comparando el homosexualismo con el alcoholismo, respondió: «Para que una cosa sea pecado mortal hace falta que la persona sea consciente de que es pecado, que lo haga libremente y que no esté condicionada por nada, pero que sepa y que tenga conciencia de que lo que hace está mal. A pesar de que saben que está mal, lo hacen, sin ser condicionados por nada. Es como la persona que bebe y cuando bebe hace cualquier disparate. Claro, lo que tiene que hacer es no beber». El obispo podría haber matizado este asunto tratando con profundidad el tema de la ignorancia del hombre producto del pecado de Adán y hablando de la ignorancia culpable, pero sus declaraciones, a mi juicio, claras, no abandonan en ningún punto la ortodoxia católica.

Días después, sometido a todo tipo de presiones mediáticas, en lugar de aceptar el martirio espiritual que supone ser odiado por ser cristiano, se retractó en un comunicado, diciendo: «En primer lugar, pido perdón a cuantos haya podido ofender con mis palabras, de manera especial a las personas LGTBI, a quienes expreso mi respeto y consideración. (…). He de reconocer que no estuve acertado al responder a algunas cuestiones que requieren una más detenida reflexión y explicación»; y prosigue: «No quise fomentar la discriminación, ni comparar la homosexualidad con el alcoholismo ni con cualquier otra realidad. Lamento haber inducido a confusión y causado dolor»; para concluir: «Como obispo, reitero mi adhesión a las enseñanzas de la Iglesia y mi voluntad de transmitirlas fielmente. Asimismo, manifiesto mi comunión con el Papa Francisco y su magisterio».

No sé qué resulta más perturbador: si, primero, que los que se pasan el día dando la murga a los católicos tradicionales de que hay que volver al prístino cristianismo de los primeros siglos, en vez de aceptar martirios mucho más leves que los de santa Eulalia de Barcelona, se arrepientan públicamente de ser cristianos; o segundo, que para renegar de unas declaraciones católicas, se haga referencia a la obediencia al Papa Francisco, el cual, aunque imprudente en muchas de sus declaraciones, nunca ha emitido ningún documento magisterial en el que reniegue de la condición pecaminosa de los actos homosexuales.

En contraste, hay unos obispos tradicionales que yo me sé, consagrados por un arzobispo de nombre Marcel, que aceptaron abnegadamente el martirio de ser excomulgados por la Iglesia en servicio de la misma Iglesia que tan grave sanción penal les había impuesto.

A ver, a ver, entonces, que nos enteremos todos: ¿quién imita mejor el martirio de santa Eulalia y el Calvario de Nuestro Señor Jesucristo?

Resulta llamativo que el obispo de Tenerife agache la cabeza ante los poderes del mundo —en realidad, esto lleva sucediendo desde el Concilio, pero por salud espiritual, prefiero hacerme el sorprendido—, justo cuando la Conferencia Episcopal ha entrado en el juego difamatorio del Gobierno solicitando una auditoría independiente sobre los casos de abuso sexual al despacho de abogados Cremades & Calvo-Sotelo.

Y es que, el Gobierno, no contento con robarle a la Iglesia lo que justamente le pertenece, tal y como señalábamos en el artículo Flabelíferos de los gobernantes liberales, también quiere pisotear su nombre, cuando, ciertamente, el libertinaje sexual propiciado por los Estados y por los «derechos humanos» es la causa inmediata de la pederastia junto con las tentaciones del demonio. Y el obispo de Tenerife, al retractarse de la verdad católica atemorizado por los poderes del mundo, junto con la CEE, que se traga todo el estiércol que le sirve el Gobierno, actúan como cómplices del César, pues, además de castigar severamente la pederastia en el clero, ellos, como jerarquía, también están obligados a llamar al clero a vivir el celibato y a denunciar las depravaciones sexuales que conducen irrevocablemente a la pederastia.

Con un clero, en la medida de las limitaciones humanas, célibe, que odiase de todo corazón los pecados sexuales y que invitase a la gente a odiar el pecado, no al pecador, como bien apuntó el obispo de Tenerife en sus primeras declaraciones —que si no, aquí, no nos salvamos ninguno—, la pederastia quedaría reducida a la más mínima expresión dentro de la Iglesia, dado que, del mismo modo que solo dice mentiras el que está herido por la mendacidad, solo peca gravemente contra la sexualidad el que no es casto. Sería ridículo y grotesco pensar que dice mentiras el que no dice mentiras, al igual que es ridículo y grotesco pensar que un sacerdote es pederasta por vivir la castidad o que un hombre es obeso mórbido por llevar una vida de ayuno.  

Así que, por favor, queridos funcionarios eclesiásticos, cómplices del Estado liberal, dejen de buscar fórmulas torticeras para caer bien a todo el mundo y comiencen a denunciar el mal. La homosexualidad practicada es pecado mortal; y solo mediante estos frenos morales, el hombre se abstiene de cometer conductas todavía más aberrantes como forzar a preadolescentes. Además, no se puede entrar en el juego difamatorio del Gobierno aceptando la supremacía del Estado sobre la Iglesia, o mejor, la potestad religiosa del Estado, cuando la Iglesia posee instrumentos jurídicos suficientes para frenar los pies de aquellos pervertidos practicantes que forman parte del clero. 

Ahora, algunos, sin llamarse Martín ni apellidarse Lutero, sino con nombre de prelado o con mucho bombo por parte del oficialismo eclesiástico —María Cristina Inogés Sanz—, y con suma reverencia por el nauseabundo nombre del concupiscente agustino que, al parecer, de repente, se ha convertido en «testigo del Evangelio», dirán:

—La solución está en que los sacerdotes se tienen que casar.

Yo les contesto:

—Ja, ja, ja. Ninguna gracia.

Pablo Nicolás Sánchez, Navarra