El otro día, ni con setenta euros conseguí llenar el depósito de mi coche diésel, y de esos setenta euros, aproximadamente, entre el impuesto especial de hidrocarburos y el impuesto sobre ventas minoristas del Estado, se fue la mitad a las rapiñadoras manos de nuestros gobernantes.
No me quiero imaginar el encarecimiento de la vida si, al final, el Gobierno se atreve a cobrar por la utilización de las autovías… Una patata va a costar cinco euros, literalmente, porque las patatas se desplazan por carretera y gastan gasolina en su desplazamiento.
¡Y qué decir del precio de la luz!
Que sí, que la luz y los carburantes han subido de precio, pero el sesenta por ciento de lo que se paga en luz, se paga en impuestos.
Y este dinero, nuestro poco querido Fernando Grande-Marlaska, ministro del interior, lo dirige a iluminar las fachadas de las sedes policiales de morado feminista por un coste superior a 58.000 euros; y el Gobierno, con el corazón tan duro como la cara, decide invertir 20.000 millones de euros en políticas de «igualdad».
¡Qué «igualdad» tan laudable! ¡Los millonarios continuarán viajando por capricho, les cueste lo que les cueste, y el obrero, con su furgoneta Citroën de los años noventa, tendrá que renunciar a un plato de comida caliente para poder desplazarse entre obra y obra y seguir manteniendo a su familia!
Pero cuidado, que eso no es todo:
El Gobierno de España —los cipayazos de los enemigos de nuestra Patria—, pese a su cursi y pacifista «no a la guerra», con el fin de fortalecer la posición geopolítica de la OTAN, envía a la guerra de Ucrania 1370 lanzagranadas anticarro, 700.000 cartuchos de diversas municiones y ametralladoras ligeras. Armas que, así como las políticas de «igualdad» y las luces moradas, se pagan con el dinero que se recauda cuando alguien llena el depósito o cuando alguien enciende el microondas.
Huelga decir que Washington —que se ríe de nosotros con el asunto bereber— y Rabat, a lo largo del 2019, mantuvieron acuerdos de armas por valor de 10,3 mil millones de dólares, y Marruecos, como tributo de pleitesía a la OTAN que les permite ser un país medianamente solvente en materia de defensa, aprovechándose de la miseria de sus habitantes, lanza avalanchas humanas contra Ceuta y Melilla, que no pertenecen a la OTAN por encontrarse en territorio africano, y reclama —y proclama— su soberanía sobre territorios españoles como las Islas Canarias.
En Rusia, por el contrario, el precio promedio del litro de gasolina a lo largo de los últimos meses ha sido de 0,344 euros; y Occidente sanciona a su pueblo, entre otras medidas, prohibiéndoles el acceso a las páginas pornográficas, a Netflix, a las redes sociales y a los demás medios occidentales que sirven como vehículo para la putrefacción de las almas rusas. Además, debido a nuestra carestía de materias primas y de producción energética, las sanciones yanquis están afectando más y aumentando más la inflación en los pueblos de la OTAN que en los pueblos de la Federación Rusa.
Todavía desconocemos cómo el pueblo ruso va a levantarse de este duro golpe en el mentón, pero parece que Occidente ha dejado noqueada a Rusia.
Por nuestra parte, los Estados Unidos, de un lado, nos desprotegen ante Marruecos, de otro lado, nos empobrecen con las sanciones a Rusia de la que somos material y energéticamente dependientes, y, por último, los «progresos» tecnológicos yanquis sirven como narcótico a nuestro pueblo que, en vez de revolverse contra el invasor bereber, por desgracia, prefiere hacerse selfies y consumir pornografía en cantidades industriales.
Quizá nosotros necesitemos una invasión marroquí para rechazar de todo corazón la propaganda yanqui, para que se disminuyan los impuestos en España, que solo sufragan políticas ideológicas nauseabundas, e invirtamos nuestro dinero en nuestra propia defensa —al igual que Alemania, que se ha replanteado su gasto militar y energético en pos de la independencia—, en lugar de malgastarlo en «igualdad» y en defensa ucraniana, o lo que es lo mismo, en defensa de la OTAN y sus aberraciones morales, que convierten las almas en eriales exiguos.
Europa debería ser menos soberbia ante el resto de pueblos del mundo y debería dejar de pensar que ha alcanzado el cénit de la «Civilización», puesto que, en realidad, nuestras naciones son un vergel de pisaverdes y lacayos económicamente dependientes de Rusia, tal y como señalamos en un artículo anterior Sobre la hipocresía y el uranio; y la «Civilización» de la que presumen en Europa es, simple y llanamente, el cadáver de la Civilización asesinada por el liberalismo.
¡Ay, qué envidia más poco sana te tengo, Rusia!
Pablo Nicolás Sánchez, Navarra