La OTAN, como era de esperarse, no cumplió lo prometido. En los años siguientes incorporaría nuevos miembros —cada vez más cercanos a las fronteras de Rusia—, como Polonia, Hungría, la República Checa, Rumania, Bulgaria, Estonia, Letonia y Lituania. Poco tiempo después, Croacia, Albania y Montenegro. Avance inexorable que, desde la primera década del siglo XXI, manifestaba ya intenciones de anexar también Ucrania, paso que las complejidades administrativas internas de la OTAN, así como de la propia Ucrania —entre ellas, la victoria electoral del último Presidente que abogaba por la neutralidad de Ucrania frente a Rusia, removido por un golpe de estado en 2014— retrasaron durante algún tiempo, pero que, en el año 2021, finalmente dieron lugar a la aprobación de su anexión.
Noticia catastrófica para Rusia, no sólo porque a la ya separada y querida región propia se le hacía instrumento abiertamente hostil, sino porque, al no haber obstáculos geográficos entre Ucrania y Rusia —es una planicie casi sin accidentes hidrográficos ni orográficos—, se vuelve la puerta de entrada más fácil de cruzar. Además, siendo una frontera tan extensa, su fortificación y defensa requiere una inversión que amenaza a Rusia con un nuevo colapso económico y estatal.
Se trató, en otras palabras, de un auténtico acorralamiento del oso en su cueva, presentándosele dos alternativas: resignarse a su neutralización y desintegración, o luchar por su supervivencia. La actual Guerra Ruso-Ucraniana constituye, así, no sólo un conflicto en buena medida inevitable sino, peor aún, fratricida, pues implica un conflicto entre miembros de una misma patria desgajada en dos estados diferentes, por lo que bien podría ser llamada guerra civil. Es una guerra meramente reactiva por parte de Rusia, y que la propia Rusia ha emprendido a sabiendas de que su economía la sufriría enormemente, aventurándose a ella sólo por considerarla menos mala que la alternativa. ¿Quién es el beneficiario de la misma? ¿A quién conviene su provocación?
Gerhard Schröder —canciller de Alemania entre los años 1998 y 2005— señaló en una ocasión que la pujanza de la Unión Europea hacía un tanto irrelevante la propia existencia de la OTAN, cuyos enormes costos hacían recomendable, cuando menos, su profunda reforma administrativa. Los presidentes estadounidenses —salvo uno—, por el contrario, han insistido en su plena vigencia, aunque se haya constituido originalmente para hacer frente a la amenaza del comunismo. A pesar de constituir lazos de distinta naturaleza, parece haber entre la Unión Europea y la OTAN una relativa contraposición de intereses, o cuando menos una relativa contradicción práctica, que ha evidenciado la tensión generada por el gasoducto Nord Stream entre Alemania y los Estados Unidos, y que se ha transformado en una fuente de verdadera incomodidad para Alemania por una razón curiosa.
En Alemania, la coalición gubernamental presente ha concedido al Partido Verde, además del cargo de Ministerio de Relaciones Exteriores, el de Asuntos Económicos y Energía —gajes del parlamentarismo—, y en la agenda ambientalista de dicho partido el gas natural ruso juega un papel fundamental, pues su baja emisión de dióxido de carbono lo hace fuente preferible de energía en la transición hacia las «energías limpias». Alemania ya había comenzado desde antes del conflicto a cerrar sus plantas de energía nuclear, proceso que no es fácilmente reversible.
La consecuencia es que Alemania está incurriendo, cada hora que pasa sin hacer una muestra de agresividad, en un tremendo desprestigio frente al resto de los miembros de la Unión Europea, costo reputacional del que, curiosamente, no Alemania, sino la propia Unión Europea, podría no recuperarse. Mientras tanto, Finlandia y Suecia han solicitado su anexión por la OTAN, el Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia y la República Checa) confirman su sospechada incompatibilidad de intereses geopolíticos respecto a la Unión Europea y la Iniciativa de los Tres Mares —apadrinada por los Estados Unidos— se vislumbra como alternativa cada vez más viable. Tal parece que no la OTAN, sino la Unión Europea, es la que se verá sujeta a profundas transformaciones, al tiempo que Rusia libra una guerra no contra Ucrania sino contra las repercusiones históricas de la sovietización —curiosamente impulsadas desde el occidente liberal—.
No nos arrogamos capacidades de adivinación. Para cuando el presente texto sea publicado la situación quizá haya cambiado. Lo que parece cada vez más claro, sin embargo, es que el gran ganador de la presente guerra —tenga el resultado que tenga—, será el principal beneficiario de las dos guerras mundiales del siglo XX y que, como entonces ocurrió, la Unión Europea absorberá la mayor parte de los costos de la misma.
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.