Hace unos días tuve que asistir a una misa presidida (como se dice ahora) por un obispo emérito, cuyo nombre no diré. A este prelado no se le ocurrió mejor manera de empezar la homilía que del siguiente modo: «ninguna guerra es justa». Así pontificó de modo rotundo, acabando con siglos de Magisterio de un solo plumazo. El caso es que el resto del sermón lo dedicó a explicar por qué ninguna guerra era justa. ¿Por qué cuento esto? Pues porque, en el contexto del conflicto entre Rusia y Ucrania, se ha aprovechado por parte de los medios de comunicación y de gran parte de la Iglesia para condenar taxativamente y sin distinciones la guerra en sí misma considerada. De esta manera, las siguientes líneas se proponen recordar una verdad tan antigua como cierta: hay guerras que, aunque sean indeseables, son justas.
Es imposible recoger todas las doctrinas de los Padres de la Iglesia, Doctores y Papas al respecto, pero señalemos las más relevantes. Santo Tomás, quien «iluminó a la Iglesia más que todos los otros doctores», en palabras de quien le canonizó, se pregunta en su Suma Teológica si hay alguna guerra lícita (II-IIae, q. 40, a. 1). Tras presentar posibles objeciones, responde afirmativamente: hay guerras lícitas. Tres son las condiciones, añade, para que una guerra sea lícita: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se guerrea, que se haga la guerra por una justa causa y, por último, que haya una recta intención por parte de los que guerrean. Si concurren estas tres condiciones, se puede hablar de guerra lícita o justa.
A su vez, Santo Tomás apoya toda su explicación en la doctrina agustiniana, quien en distintos pasajes de su obra habla de la licitud de ciertas guerras. En concreto, el aquinate cita las obras De puero Centurionis, Contra faustum, Quaestiones y De verbis Domini et Apostoli. En todas ellas, el obispo de Hipona argumenta de una manera o de otra que hay guerras lícitas.
Para quienes consideren que San Agustín y Santo Tomás están superados, se les puede citar el Catecismo de la Iglesia Católica, que en su número 2309 recoge los «elementos tradicionales enumerados en la doctrina de la llamada “guerra justa”», en palabras del propio Catecismo. Estos son cuatro: primero, que se esté recibiendo un daño duradero, grave y cierto; segundo, que no haya otros medios para poner fin a la agresión; tercero, que se reúnan condiciones serias de éxito y, por último, que no se provoque un desorden o mal mayor. Es decir, en virtud del Catecismo, la doctrina de la guerra justa se mantiene intacta en cuanto a su licitud. Además, añade que «la apreciación de estas condiciones (…) pertenece al juicio moral de quienes están a cargo del bien común».
Por último, cabe citar Gaudium et Spes, documento del Vaticano II, que en su número 79 establece: «una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos».
En cualquier caso, sobre la guerra justa se ha escrito mucho. Negar la posibilidad de que existan ciertas guerras lícitas es tan absurdo como frecuente. Probablemente se deba a una errónea concepción de lo que verdaderamente significa la paz, exaltándola y situándola por encima de cualquier bien. En otro orden de cosas, una cuestión distinta es que hoy día, debido a los avances técnicos en materia militar, sea muy difícil determinar cuándo concurren las condiciones necesarias para establecer la licitud de una guerra, puesto que las bombas atómicas y las armas nucleares dificultan que se dé una correcta proporción entre los enemigos. Sin embargo, eso simplemente alerta a los gobernantes para que sean más prudentes y no impide que puedan darse verdaderas guerras lícitas.
Javier C. Díaz Perfecto, Navarra