El Rey de España

Carlos VII, retrato de Manuel Ojeda

Publicábamos el domingo pasado la transcripción de un artículo de LA ESPERANZA de 1869 en el que el periódico monárquico se hacía eco de un folleto de Gabino Tejado, al tiempo que se congratulaba por su ingreso en las filas de la Causa. En el número siguiente, correspondiente al 22 de marzo del mismo año, hizo lo propio con respecto a otro célebre folleto, esta vez del gran Antonio Aparisi y Guijarro, titulado «El Rey de España». Del mismo modo, lo transcribimos y publicamos ahora.

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El Sr. D. Antonio Aparisi y Guijarro, a quien sus mismos enemigos respetan y admiran, está hoy al lado de D. Carlos VII. No esperábamos otra cosa del elocuentísimo orador, del ilustre hijo de Valencia, del intachable repúblico. Cuando, poco tiempo después de consumada la revolución, oímos declarar al Sr. Aparisi que era carlista, que en el triunfo de esta causa veía él la única esperanza de España, sabíamos que aun no conocía personalmente al egregio príncipe, representante de la legitimidad dinástica, y que, por lo tanto, sólo el amor a la patria y a los principios que simboliza D. Carlos VII podían llevar al Sr. Aparisi a nuestro campo. «¡Oh! si le conociera —dijimos— la convicción se arraigaría». Así ha sucedido. La lectura del folleto titulado El Rey de España demuestra que no nos equivocábamos.

Asegura el Sr. Aparisi que tiene tanto derecho como Prim, Topete y Serrano para buscar un Rey. Pues bien, nosotros, que sabemos quién es D. Carlos VII, aconsejamos a todo español que vacile respecto a candidato, a todo el que no sea carlista de nacimiento, pero a quien la pasión política no haya extraviado la razón, que imite la conducta del Sr. Aparisi, que vaya a París, porque estamos seguros que sale de la casa de la calle Chauveau-Lagarde resuelto a proclamar a Carlos VII.

Pero como no todos pueden hacer un viaje a Paris; como no todos pueden satisfacer la curiosidad y tener la honra de conferenciar con el príncipe llamado a cortar de raíz los pronunciamientos que nos deshonran a los ojos de Europa, ahí están los folletos de los Sres. Aparisi y Tejado. Cómprenlos, léanlos con detenimiento, teniendo en cuenta que a ninguno de los dos puede considerársele sospechoso, en atención a que han sido de los que creían posible el triunfo de ciertos principios reinando la señora que ocupaba el Trono antes del 29 de setiembre; que ninguno de los dos había estudiado la cuestión dinástica hasta hoy.

Aparisi y Guijarro

El Sr. Aparisi, sin embargo, ya presentía lo que habría de suceder en España cuando, como muy oportunamente recuerda en su folleto, dijo en las Cortes: «Rivero viene, y yo me voy; pero yo me voy por culpa de los gobiernos que se sientan en esos bancos. Siento una fuerza que me empuja, y me arrastra, y me derribará por fin; pero yo caeré abrazado a la antigua bandera, y levantándola, porque es la única bandera que puede salvar á la patria». Rivero ha venido, y el señor Aparisi se ha levantado con la antigua bandera de los principios que siempre ha defendido, y al levantarse ha visto que el príncipe que lógicamente debe enarbolarla reúne cuantas condiciones necesita para realizar con gloria de España y suya la altísima misión que le ha impuesto el nacimiento.

Mucho pudiéramos decir acerca de las bellezas que el folleto del Sr. Aparisi contiene; pero entendemos que los elogios que pudiéramos tributarle son inútiles, y además ocupan el espacio que necesitamos para trascribir los párrafos mas salientes de la última producción literaria del elocuente orador.

Con objeto de no privar a nuestros lectores del retrato de D. Carlos, hecho de mano maestra por el Sr. Aparisi, tenemos que prescindir de lo que en el folleto se dice acerca de la revolución de septiembre, la cual, por otra parte, juzga nuestro ilustre amigo admirablemente en la lacónica frase siguiente: «El pueblo bueno; pero cosa más inicua y fea que la revolución de septiembre, no la he visto en el mundo». Otro párrafo hay en al opúsculo en cuestión, párrafo en el cual se descubre al orador; dice así:

«Con los que, errando sin duda, creen que es buena la libertad para el bien y para el mal; con las que levantan el templo protestante, mas al propio tiempo dejan en paz a nuestra Iglesia; con los que establecen la logia masónica, mas al propio tiempo respetan la casa de las monjas y el colegio de los Jesuitas, con tales hombres puedo entenderme, tratar, vivir, y puedo estrechar su mano deplorando su error; pero con esos que por rabia de espíritu o por capricho torpe de cinismo insolente consienten libertad al mal y oprimen a la Iglesia, que es el bien; con esos que matan de hambre al clero y se empeñan, sin embargo, en protegerle; con esos que dejan insultar al Papa y aun a Dios, y de cuando en cuando se llaman católicos; con esos… ¡oh Dios mío! no les aborrezco, porque no sé aborrecer; y aun si les viera caídos, acordándome de Jesucristo, les tendería la mano; pero digo de ellos, y quisiera tener tan gran voz que resonase en los ámbitos del mundo, que con ser tan pequeños, son los grandes culpables de nuestra época; porque sin razón, sin sustancia, sin protesto han rasgado las entrañas de la Iglesia, pisoteando lo que veneramos, escarneciendo lo que amamos, e hiriendo tan profundamente el corazón del pueblo, que hacen posibles en el siglo XIX los horrores de una guerra más que civil… ¡Oh! tan grave y tan triste es a mi alma hablar en tales términos, que en este instante en que acabo de dictar las anteriores líneas dejo caer la cabeza entre mis manos, y me siento agobiado y oprimido. Pero no se pueden borrar, lo escrito, escrito está: esos hombres son los grandes culpables del siglo XIX».

Dejemos ahora hablar de D. Carlos al Sr. Aparisi:

«Era muy niño D. Carlos cuando su buena y santa madre, por razones que juzgaría fundadas, extremó sus esfuerzos para divorciar de España, digámoslo así, el corazón de su hijo y darlo entero a Italia; y era cosa amable y donosa oír de labios del Príncipe la sabrosísima relación de las artes que usaron así él como su hermano D. Alfonso para burlar inocentemente los propósitos de la madre y ver a españoles, y saber cosas recientes de España, y procurarse el conocimiento de las antiguas en las viejas crónicas de Aragón y de Castilla. A los quince años ya escribió sobre el Cid Campeador y sobre D. Jaime de Aragón, sus héroes predilectos; dejó su obrilla en Gratz y ofreció pedirla para que yo la leyese, advirtiéndome que estaba mal escrita, lo cual, con perdón de S. M., es muy posible; mas lo que tengo por cierto es que D. Carlos, que en lo gallardo del continente y en la robustez de las fuerzas debe asemejarse al triunfador aragonés, resplandece con todas las prendas que hicieron de los héroes españoles los primeros caballeros del mundo»

«Un día entró en la casa uno de esos ancianos que acababa de llegar de cierta provincia de España, al cual le oí estas palabras que debieran escribirse con letras de oro en láminas de bronce, y que yo escribo sobre este frágil papel con la esperanza de que se graben en el corazón de todos los españoles: “Vengo —dijo con gran sencillez— a ponerme a las órdenes de D. Carlos. Mi padre y dos hermanos míos murieron por su abuelo en el campo: solo quedamos ya tres hermanos para morir”. ¡Solo quedamos ya tres hermanos para morir! ¡Qué palabras y qué corazón! Cuando veo a tales hombres, doy la espalda a los magnates del mundo, y me quito el sombrero, como si pasara por delante del honor».

«No creáis, españoles, tampoco en la estabilidad de gobierno ninguno que brote de las entrañas de esa revolución que se ha llamado, por permisión providencial, la revolución de la honra. ¡Imposible, imposible! Si no fuera imposible, habríais de escribir milagro; y el milagro supone a Dios; y bien podéis creer que Dios no andará entre Prim, Serrano y Topete, aunque acompañen a estos señores Orense, Castelar y Rivero».

Creemos que con lo copiado basta para que nuestros lectores conozcan las bellezas y verdades que contiene el folleto cuya lectura lleva la convicción al ánimo, haciendo latir el corazón. También hay en el opúsculo su parte de programa de gobierno, como lo hay en el folleto del Sr. Tejado.

Reciba, pues, nuestros más sinceros plácemes el Sr. Aparisi.

LA ESPERANZA