Oponerse a los sacrificios humanos por principio es cosa de fascistas. Uno empieza diciendo que abrir en canal a un señor para hacer correr su sangre por la escalinata del templo del Sol, extraerle el corazón y, todavía palpitante, darse con él un festín y acabar arrancándole la piel para, vestido con ella, bailar una simpática zarabanda precolombina no conviene a gentes de bien; y acaba uno justificando la conquista del Imperio Azteca de los Derechos Humanos por el Satanás de Medellín, también conocido como Hernán Cortés. Ahora que sabemos, gracias a ciertos elementos de la Iglesia de México que Andrés Manuel López Obrador posee notas evidentes de santidad, sólo alguien con los sesos destruidos por el verdín reaccionario podría pensar que Castilla le trajo buenas cosas a la América Hispánica.
¡Lejos de nosotros tales desatinos isabelinos!
Hoy quiero traer a su memoria (quizás, incluso, a su conocimiento), dos peliculitas muy comerciales, pero que no estaban mal y que ilustran muy bien que el cine de los años 80 aún era preocupantemente facha: hombres que eran hombres; mujeres que no sólo eran mujeres, sino que hasta se permitían ser antifeministas; y donde la gente que realiza sacrificios humanos era generalmente considerada como indeseable en un Estado de Derecho. Me refiero al segundo episodio de la saga sobre el arqueólogo metido a superhéroe, Indiana Jones (y el Templo Maldito), en el que desmantela una siniestra secta hindú de adoradores de Kali, a la que ofrecen sacrificios en la forma de baños forzosos en río de lava; y a El joven Sherlock Holmes, una fantasía no demasiado absurda, en la que un ya bastante insufrible Holmes adolescente se enfrenta a una secta nostálgico-egipcia que opera en los bajos fondos de Londres, donde se dedican a momificar vivas a jóvenes doncellas por vía de escaldamiento.
El tema de la secta clandestina que secuestra y asesina a honrados ciudadanos no es nuevo en la ficción y explota, entre otros, un miedo muy humano a potencias sobrenaturales sedientas de sangre. En España aún no hemos olvidado a los adoradores de Euskal Herria, celosísima divinidad del inframundo vascuence cuya cólera sólo podía ser apaciguada con la sangre de Guardias Civiles, niños y, ocasionalmente, Jueces y Fiscales.
Además de las razonables reticencias hacia este tipo de prácticas hoy, gracias a Dios, prácticamente superadas (las reticencias, digo), las personas que tienen la censurable costumbre de leer la Sagrada Escritura, saben que el Señor reprueba constantemente tales cuestionables ejemplos de la virtud de religión. Especial inquina merece Moloch durante todo el Antiguo Testamento, por cuyo culto los israelitas «hacen pasar a sus hijos por el fuego»; una fórmula eufemística que no encubre, precisamente, el tostarles vuelta y vuelta.
Los más recientes estudios arqueológicos sobre el mundo bíblico han acertado a proporcionarnos una idea bastante aproximada de los sacrificios a Moloch: al siniestrísimo dios se le representaba en bronce, hueco, con las fauces abiertas. En el vientre de la monstruosa escultura se encendía una generosa hoguera; las devotas beatas cananeas arrojaban a sus infortunados rorros en las fauces de Moloch. Les dejo imaginar la catarsis «religiosa» que tenía lugar con los gritos desgarradores de aquellas criaturas resonando y multiplicándose con la resonante escultura.
Moloch es el dios que conviene a nuestro tiempo. Si todavía hay gente que, sin ser tradiloca o tradifacha, sigue encendiéndose con soflamas que hablan contra la «cultura de la muerte» es, muy probablemente, porque no se le ha hecho comprender para qué matamos tanto y tan bien. Y es que, aunque se usen algunos tejidos de fetos para preparar vacunas por aquí o se abonen los campos de remolachas con cenizas de viejos por allá, lo cierto es que la inmensa mayoría de las vidas inocentes segadas por los diversos genocidios en marcha lo son, tristemente, en vano.
Por eso yo quisiera erigirme en profeta de una nueva religión tan vieja, al menos, como el Antiguo Testamento e invitar a todos los abortorios del mundo a no incinerar de manera secreta y discreta las criaturas arrancadas de los vientres de sus madres: elevemos, en las plazas públicas de todas las grandes capitales de la Nueva Civilización (Nueva York, Londres, París, Ginebra, Barcelona…) gigantescas esculturas de Moloch en flamante bronce, diseñadas por las mejores firmas del mundo de la moda; encendamos en sus tripas una hoguera purificadora y quememos, arrojando esos infortunados cuerpecillos en las fauces de la Bestia, nuestros sacrificios de sangre inocente. Cuando los cananeos y, después, sus descendientes fenicios y cartagineses sacrificaban así a sus vástagos, lo hacían para demostrar a sus terribles dioses cuán en el colmo de su desesperación se hallaban y cuán indispensable se les hacía la intervención de las fuerzas del cosmos en la hora de su angustia. Hoy matamos bebés por aburrimiento, porque nos son inconvenientes, porque, de forma totalmente incomprensible, al parecer una nutrida representación de la población femenina de este planeta preña por accidente.
Les invito a que busquen en interné la escena del sacrificio de la película El joven Sherlock Holmes: la música está muy lograda, la puesta en escena es superior y los miembros de la secta son lo bastante terroríficos como para poder fungir como sacerdotes de Moloch dignos de las más terribles maldiciones bíblicas.
Lo repetiré una vez más: basta de abortorios higiénicos y cremaciones de bebés: paran y sacrifiquen a sus hijos a Moloch; asuman la carga psicológica de arrojar un bebé al fuego y no se escuden en la legalidad vigente y en unos sórdidos procedimientos médicos. Ofrézcanle sangre, dolor y llanto a Baal-Moloch a ver si les escucha y atiende sus plegarias.
Dirán que he perdido la cabeza. Y yo les citaré al profeta Jeremías:
Han construido los altos de Baal para quemar a sus hijos en el fuego, en holocausto a Baal –lo que no les mandé ni les dije ni me pasó por las mientes-. Por tanto he aquí que vienen días en que no se hablará más de Tófet ni del valle de Ben Hinnom, sino del «Valle de la Matanza». Vaciaré la prudencia de Judá y Jerusalén a causa de este lugar: les haré caer a espada ante sus enemigos por mano de los que busquen su muerte; daré sus cadáveres por comida a las aves del cielo y a las bestias de la tierra y convertiré esta ciudad en desolación y en rechifla. (Jer 19, 5-8).
Pocas abominaciones concitan tantas y tan reiteradas maldiciones de Dios como los sacrificios de niños a Moloch. Quizá si los abortistas reconociesen públicamente su adhesión a la secta cananea podríamos impetrar ya del Señor Su gloriosa venida.
Entre tanto: «Rame Tep, Rame Tep: ¡ven, señor Moloch!»
G. García-Vao