De la soberanía (X)

Últimas Cortes de Aragón

Retomamos hoy la serie sobre la soberanía de nuestra hemeroteca que veníamos publicando con normalidad. En este caso, se trata de la transcripción de la décima parte, originalmente publicada en el número del 13 de febrero de 1855.

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Réstanos confutar otro argumento de que hacen uso los liberales para probar la soberanía del pueblo; argumento que ha deslumbrado a no pocas personas de buenas ideas y de ilustración indisputable. Sea de hecho o por ley, existe en varias monarquías la costumbre de que, bien al nacer el heredero del trono, bien al llegar a la pubertad, bien en la época que señale el monarca reinante, bien al fallecimiento de éste, se reúnan ciertos diputados del reino o los representantes de ciertas corporaciones y clases para reconocer y jurar al inmediato sucesor de la corona; de donde deducen como consecuencia necesaria, que la nación es quien le pone el cetro en la mano, le confiere sus poderes y le reviste de toda la autoridad que después ejerce.

La tal consecuencia no puede ser mas falsa. Las juras a que hemos hecho referencia, sean cuales fueren el aparato y la solemnidad con que se celebren, no tienen otro objeto que comprobar, como suele decirse, la identidad de la persona, asegurándose de que la que se les presenta es la llamada por la ley o por la costumbre a la sucesión del trono; y una prueba de que no tiene otro objeto es que, hecho el reconocimiento, no subsigue ninguna ritualidad que denote que le dan su poder ni facultades. La potestad que compete al monarca nace toda de la esencia misma de la dignidad con que se halla investido: es inherente al oficio. Añádese la formalidad de la jura para hacer más sagradas e inviolables las obligaciones de los súbditos a par que las del mismo monarca, puesto que este jura por su parte gobernar según las leyes del reino. Hemos usado de la expresión comprobar la identidad de la persona, porque este acto guarda consecuencia con otro algo parecido, que se considera también necesario en los príncipes de la familia real. Sabido es que al nacer éstos, se llaman a palacio y convocan a sitio determinado del mismo a los próceres, al cuerpo diplomático y a otros sujetos de distinción para que sean testigos del nacimiento y ceremonias consiguientes, formalidad conveniente y justa para evitar suplantaciones; mas nadie dirá por eso que los que allí asisten hacen al primogénito ni le delegan facultades de ninguna especie. Del mismo modo, cuando se verifica la jura no se le da al príncipe la corona; lo que se hace es reconocer que el allí presente es el mismo a cuyo nacimiento habían asistido parte de los concurrentes, el mismo que debe ocupar el trono según la costumbre o las leyes patrias, y el mismo a quien tendrán por rey y obedecerán en adelante.

Invócase también en apoyo de la soberanía nacional la célebre fórmula de vos facemos rey, que se empleaba en la jura de los monarcas de Aragón; fórmula de que han abusado lo que no es decible los trastornadores del orden público desde el principio de la revolución francesa. Ya un autor moderno, actual académico de la Historia (D. Javier de Quinto), ha descubierto en una obra escrita sobre la materia haber mucho de fabuloso en la expresada fórmula. Nosotros prescindiremos de esta y subiremos al origen de la legislación aragonesa, señalando lo que puede citarse en pro de la soberanía del pueblo.

Los historiadores modernos de más nota del reino de Aragón están conformes en que, allá por los años 734 de la era vulgar, hallándose los de Sobrarbe cortados y cercados en un valle por los sarracenos al mando de Abdelmelec, vino a socorrerlos tropa gasco-navarra a las órdenes de un capitán de origen y patria desconocidos (si bien amigo y compañero suyo), llamado Iñigo Arista, con cuyo auxilio derrotaron y dispersaron al enemigo. Libres los sobrarbeses de ese peligro, y recelosos de que al abrirse la nueva campaña volverían los árabes con mayor fuerza sobre ellos, y conociendo además la necesidad de nombrar un jefe a quien obedeciese la tierra, poniendo así a los males de la anarquía consiguiente a ocho años de interregno, resolvieron elegir rey. Juntáronse al efecto los prohombres en Arhuest (ahora Pueyo de Aragues), renováronse allí las ambiciones de los jefes que desde la muerte del primer caudillo, Garci-Jiménez, aspiraban al mando supremo, y de seguro aquellos debates habrían concluido mal si por fortuna no se le hubiese ocurrido a uno el feliz pensamiento de proponer que, mediante a ser forzoso elegir entre ellos mismos quien tomara las riendas del gobierno, antes de venir a la elección, estableciesen las condiciones bajo las cuales había de recibir la corona el elegido, y que este jurase su observancia. Aceptada la propuesta por los concurrentes, cuéntase que acordaron dichas condiciones, las cuales, según un historiador de nuestros días (D. Braulio Foz), se reducen a tres, que forman la base de la Constitución aragonesa. Helas aquí: «1.º, que el rey no resolviese nada importante en paz o en guerra sin consejo de los señores o ricos-hombres; 2.º, que no diese tierras ni mano en el gobierno a extranjeros; y 3.°, que si gobernase mal pudiesen elegir otro rey». Procedieron en seguida a la elección, que recayó en uno de sus iguales y compañeros de armas, llamado Iñigo Arista, aquel denodado capitán a quien debían su salvación y triunfo. Presentáronle las condiciones, y juró observarlas inviolablemente.

Prescindamos ahora de si las cosas pasaron realmente tal como se acaban de referir; nosotros queremos suponerlo así de buen grado. ¿Qué prueba esto? Solamente probará que en el mundo ha habido un territorio, tamaño como una provincia, en donde los magnates y jefes de las tropas, sin cotilar con el pueblo, eligieron rey y le dieron el supremo mando con ciertas condiciones. Probará que el gobierno de Aragón fue en sus principios obra, no del pobre pueblo, que era, como en todas partes, vasallo, o, más bien, esclavo adscrito a la tierra, sino de la aristocracia, que dispuso que uno de sus individuos llevase el título de rey, y perpetuase en su familia esta dignidad condicionalmente, es decir, en tales términos que si en algún caso faltaba a lo que les había prometido, ellos no quedarían obligados a la obediencia. De suerte que el famoso pacto de Aragón no era un pacto de los ciudadanos con el monarca, sino del cuerpo aristocrático con su jefe.

Verdad es que con el tiempo intervinieron diputados de las ciudades en la jura de los reyes aragoneses; pero aquellos diputados no eran legalmente elegidos por el pueblo, sino ciertos concejales que, por costumbre o privilegio concedido por los mismos monarcas, hablan adquirido el derecho de asistir a las Cortes. De todos modos, aunque gratuitamente concediésemos cuanto los liberales suponen respecto del reino de Aragón, que ha desaparecido, no probaría lo que pretenden; porque el fuero, la carta o la Constitución de un pueblo particular no sirve nada en buena lógica para erigir en principio la soberanía popular. Si la organización de un gobierno determinado hubiese de servir de regla para todos los demás, también podría alegarse en favor del más absoluto despotismo la práctica inmemorial de todos los gobiernos orientales, de todos los de África y hasta de los de las tribus de salvajes.

LA ESPERANZA