Se está hablando mucho de los riesgos macro y microeconómicos de la inflación, e incluso se afirma que la crisis energética actual podría desencadenar una crisis económica profunda al margen del desarrollo del conflicto ruso-ucraniano. No obstante, el enfoque del fenómeno no es unánime, en función de la perspectiva desde donde se observe.
Por un lado, el interés de la Reserva Federal por subir los tipos de interés obedece, entre otros motivos, a conseguir una revalorización del dólar, que sirva como reclamo para poder seguir disponiendo de demanda de la divisa, toda vez que su hegemonía podría verse en entredicho por otras como el yuan. De hecho, del atractivo de la divisa estadounidense depende su capacidad para emitir deuda, que es, desde hace décadas, el combustible con el que se alimenta la, hasta hace poco, primera economía mundial.
En Europa, el panorama es también preocupante: el Banco Central Europeo no puede permitirse grandes severidades con la política monetaria, porque la economía europea está mucho más maltrecha y tiene peor pronóstico que la estadounidense (manteniendo ceteris paribus su capacidad de endeudamiento), pero al mismo tiempo, el euro no tiene el mismo peso global que el dólar. Pero, sea como sea, en ninguno de los dos casos, los tipos de interés van a conseguir equilibrarse con la inflación corriente, al menos a corto y medio plazo.
En todo este fenómeno, y camuflado bajo el sayo de la guerra, la llamada «descarbonización» o «transición energética», cuyas bondades se han proclamado a los cuatro vientos, tiene mucho que decir, por su elevadísimo coste en el corto y medio plazo: implica renunciar a fuentes de energía hasta ahora baratas y consolidadas, como la nuclear o el petróleo, para sustituirlas por una alternativa que a día de hoy se encuentra en pañales, resultando cara, ineficiente, y también dudosamente amigable para el medio ambiente. Así, cada unidad de sustitución de una energía por otra tiene un coste muy elevado, que van a soportar los ciudadanos de dos maneras: una, por la propia repercusión de ese coste en el precio final de los productos fabricados con esa energía; y otra, por las penalizaciones fiscales al consumo de las energías «sucias», aún impresndibles, de modo que su tributación apenas consigue el efecto disuasorio teóricamente deseado sino, por el contrario, va a incrementar los ingresos de unas administraciones públicas cada vez más ahogadas por el ingente gasto improductivo e ideológico. En definitiva, la inflación se está cebando con productos de primera necesidad, difícilmente prescindibles, y altamente gravados fiscalmente.
Siempre se ha dicho que la inflación es el impuesto de los pobres. Y es que reduce la renta disponible de los hogares, pues difícilmente se adaptan los salarios a ella en su totalidad; e incrementa la presión impositiva real, en la medida en que los gobiernos tienen la fea costumbre de no ajustar los umbrales exentos y el importe de las bonificaciones fiscales al incremento del coste de la vida. Además, y en el caso de los tributos progresivos, se pueden producir saltos de tramo que no responden a una mejora de la capacidad económica real del contribuyente. Por otro lado, la deuda real disminuye, puesto que los capitales a amortizar, en términos reales, pierden valor.
Incremento de los ingresos fiscales y reducción de la deuda real: estos son los dos factores con los que cuentan los gobiernos para tratar de maquillar sus cuentas. Como se puede ver, este maquillaje no se produce por una mejora de la eficiencia o productividad nacional, sino simplemente pasando una parte de la factura a cada ciudadano. Con ello, puede entenderse que los gobiernos no tengan excesiva prisa en reducir impuestos para desahogar la economía: la prioridad no la tiene el progreso económico para el bien común, sino el remiendo de los descosidos generados en las arcas públicas desde 2008 hasta ahora.
Pero la realidad es que la inflación de las materias primas y la energía hará una auténtica escabechina en los resultados empresariales, condenando a no pocas empresas a una reducción drástica de producción y empleo, alimentando así una inflación de oferta que, con una demanda cada vez más empobrecida, trasladará ese efecto, de manera amplificada, a los bolsillos de los consumidores.
Javier de Miguel, Círculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia