Los cimientos de toda empresa humana debe ser la oración. Al umbral de las horas más desgarradoras que se haya vivido, se encuentra nuestro Señor Jesucristo en Getsemaní, prosternado en agonía mortal, llorando su cuerpo en grumos de sangre y haciendo su piel la más frágil del orbe, para dar mansa bienvenida a las peores mortificaciones de la carne y martirios del alma, a la altura; y de sobre manera, de la redención de los pecados más graves, pero, sobre todo, en firme oración a Dios Padre, pidiendo que se cumpla la santa voluntad de Quien lo envió. Al regresar hacia sus amados discípulos que lo habían seguido, observó en extrañeza la profundidad del sueño que los apresó, pues minutos antes, nuestro Señor ya les había advertido que debían orar para no caer en tentación, y al verse más cansado de la falta de diligencia de quienes prometieron hacerle compañía en vela, que del dolor de sus astilladas rodillas producto del ferviente rezar, les pregunta, «¿Por qué dormís?» Gran rubor de los discípulos al percatarse que no pudieron asistir ni siquiera una hora en preces a su dilectísimo Maestro. Y como si el ejemplar actuar del Rey no hubiera sido vasto, Jesús les reitera y concluye, «Levantaos, y orad para que no entréis en tentación», pues para el hombre que deposita su vida en Dios, inimaginable es pensar que haya algo de más vigor que una fiel y humilde oración. Así encontramos que, a lo largo de la historia entre los más gigantes santos y altísimos reyes, se daban por completo a la oración como principal menester ante cualquier empresa que debían emprender o batalla que afrontar.
Admirable es ver a una Santa Teresa de Ávila, quien, teniendo la difícil misión de dirigir la Reforma del Carmelo, se entregaba por completo a los brazos de vuestra Majestad, duplicando sus vigilias y triplicando sus ayunos, pues también hacía orar a su cuerpo, cuyo principal y diario alimento era la Eucaristía (aunque a veces fuera espiritual) para que sus oraciones se eleven cada vez con mayor fe a nuestro Redentor.
Por otra parte, se encuentran los más grandes monarcas que hayan gobernado alguna nación: Doña Isabel I de Castilla; soberana Reina y Madre de la Hispanidad, cuyos labios no tiritaron al dictar el edicto junto con su esposo, Fernando II de Aragón, de expulsar a los judíos en 1492, pues sabían que a los que no están con Cristo Rey o son herejes, no se les deben tolerar en un territorio que se diga cristiano, salvo sea para convertirse a la única fe verdadera. La confesión frecuente de esta catolicísima reina, evitaba que se viera lábil frente a las resoluciones, pues los días completos de oración ante el crucifijo, le daban una lúcida inteligencia y viril fuerza para convertir infinitas tierras a católicas y entregar infinitas almas a Dios.
En efecto, se puede enumerar a varios fieles de la Santa Causa, mas que no se diga esto es sólo de grandes personajes, pues quienes hemos vivido la angustia de nuestros pecados, hemos sido auxiliados por la misericordia divina, si es que somos lo suficientemente humildes de corazón al reconocer nuestras flaquezas y pedir, sin cesar, con profundo fervor al Altísimo la reparación de nuestras costuras, dado que es bien sabido que son más grandes los socorros del cielo que las afrontas del Enemigo. De esta forma, de las minúsculas diferencias que hay entre los de antaño y hogaño, es que a pesar de que ellos tenían cuitas más anchas y duraderas, nosotros desfallecemos ante el cansancio, mientras los otros desfallecían primero de amor a Dios.
Joel Antonio Vásquez, Círculo Blas de Ostolaza