La Madre de Dios al pie de la Cruz

«El descendimiento» por Van der Weyden. Museo del Prado

En la única entrada de hoy, Viernes Santo, transcribimos y publicamos un artículo de la hemeroteca de LA ESPERANZA, original de la Semana Santa de 1868, en que se nos invita a reflexionar sobre la Santísima Virgen en la economía de la salvación. Sirva a nuestros lectores para acompañar a la Madre de Dios en el día de la Crucifixión de su Hijo.

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Si reflexionamos sobre la profunda economía de Dios en orden a nuestra eterna salvación, y consideramos los prodigiosos medios de que Su Divina Majestad se valió, nos veremos precisados a exclamar con un humilde asombro: ¡Admirable es el Señor y magnífico sobremanera en todas sus obras! ¡En verdad que nos ama, cuando nos ha reintegrado en la herencia que habíamos perdido! Y lo más admirable es que todos los medios misericordiosos son los más adecuados a nuestra mísera y pobre condición: ¿quién no lo echa de ver? Un árbol produjo el mortífero veneno que nos mató, y el Señor hizo que otro nos diera el antídoto que nos restituyera la vida. Vimos y contemplamos cómo muriendo Jesús en la cruz nos ennobleció y volvió a la gracia de su Eterno Padre; clavó consigo en la cruz la escritura de nuestra vergüenza y baldón; borró el decreto de nuestra esclavitud, del demonio y del pecado; desde tan venturoso momento Jesús es nuestro Salvador, y su cruz nuestra gloria. Mas no se contentó con dispensarnos tan inmenso beneficio. Bien sabía que necesitábamos otro consuelo más análogo a nuestra pequeñez. La redención del mundo estaba obrada en cuanto a la suficiencia, como dicen los teólogos; pero ¡ay! En cuanto a la eficacia y aplicación se necesitaba que este mismo mundo tuviera una criatura que incesantemente rogara por Él, y que sus oraciones fueran de un modo indefectible escuchadas en el cielo; y ¿quién mejor que su Madre? Pero su Madre había de hacerse nuestra, y esto no podía ser como había sido suya, y aquí de nuevo lo portentoso de su invención amorosa: la lleva a la cima del Calvario, hace que se coloque al pie de la cruz en que iba a expirar, para que ahí percibiera mejor la nueva y extraordinaria maternidad de que la quería dotar; y al tiempo de morir, la dice estas palabras: «Mujer, ve ahí á tu hijo», señalándole a San Juan; la Virgen comprende perfectamente que Juan representa al hombre, y por consiguiente que ha de tomar a su cargo desde aquel instante todo el género humano, como si fuera su propia madre.

¿Y cómo pudo obrarse tan estupenda maternidad? Bossuet nos lo explica con su acostumbrada elocuencia: las palabras que desde la cruz le dirige su Hijo penetran en las entrañas misericordiosas de la Madre, y obran en su corazón y en su seno tan extraordinaria mutación, que la hacen nueva Madre, engendrándonos a los mortales en medio de los más acerbos dolores; así es cómo María se hace Madre nuestra. No se busque otra prueba del inmenso amor de Dios para con nosotros, porque no se encontrará. Cada vez que en nuestra fragilidad pensamos, dirigimos nuestra meditación a la sangre divina derramada por nuestro rescate; esto nos alienta; pero luego nos preguntamos: «¿Y quién es ese Señor que tan copiosa redención obró?». Es hombre, pero también es Dios, que se llama Omnipotente, Dios de los ejércitos, Señor de las venganzas, en cuya presencia las columnas del firmamento tiemblan, las embravecidas olas del mar se amansan, los montes humean a su solo y simple contacto, y nosotros somos tímidos y flacos; ¿cómo no hemos de temblar al presentarnos de nuevo, si en virtud de esta misma debilidad le hemos vuelto a ofender? Necesitamos, pues, otro empeño, digámoslo así, más humano, más propio para negociar con nuestro Salvador; necesitamos una segunda Madre, y esta Madre la tenemos en María, que es la Madre de este mismo Dios. ¡Fuente inagotable es ésta de reflexiones a cual más dulces, a cual más consoladoras!

¿Quién había de ser nuestra Madre que interpusiera su mediación, sino aquella Mujer que, bien penetrada del amor de su Hijo para con nosotros, lo conservara para dispensarnos el suyo? Y ¿qué otra criatura encontramos al pie de la cruz que encerrara mayor virtud, más dulzura, más constancia en el amor que María Santísima? Nos dejó a sus Apóstoles para que fueran iluminados y fortalecidos por el Espíritu Santo; para que fueran nuestros padres, nuestros maestros, nuestros guías; nos legó igualmente sus ministros a fin de que nos prestaran los auxilios necesarios para la salvación; al formar su Iglesia nos encomendó a los que había nombrado coadjutores suyos en la dispensación de las cosas santas; pero aún así no se satisfizo su corazón paternal; nos dio desde entonces para siempre a su Madre, a los Apóstoles encargados en la administración de sus misterios, a los discípulos nombrados coadjutores para nuestro bien, a los ángeles deputados para nuestra custodia, llegada la hora tremenda en que más se necesita, digámoslo así, la compañía de Jesús, para que recogieran y recibieran el título sagrado de su misión. Allí a nadie se ve más que a unas piadosas mujeres; pero entre éstas la única fuerte, la única invicta en el amor, fue su santísima Madre; por esto sin duda encarga solamente a esta nuestro cuidado y nuestra tutela.

Ya tenemos, pues, a María nuestra Madre, a quien con toda verdad podemos llamar refugio de pecadores, auxilio de los cristianos, consuelo de afligidos, paño de nuestras lágrimas, alegría de nuestro espíritu, esperanza de nuestro corazón, apoyo incontrastable de nuestra debilidad. Ya el anciano Simeón había predicho que al constituirse el divino Salvador en presencia de todos los pueblos, sería como ocasión de ruina y causa de la salud para muchos; que asistiendo esta divina Señora a tan sangriento espectáculo, una aguda espada traspasaría su tierno y maternal corazón. ¿Y qué no se ha cumplido? La sangre divina derramada en la tragedia del Calvario sirve para el pecador endurecido, de mayor ruina; y para el cristiano humilde y devoto de María Santísima, de salud; porque constituida desde entonces en Madre nuestra, nos fortifica en la vida presente, nos alienta con su protección, nos anima en la desgracia y nos estimula a la esperanza; así es cómo la muerte de su Hijo unigénito y los dolores acerbos que en ella sufrió, vienen a ser causa de nuestra eterna salud. Bendigamos, pues, a nuestro buen Dios, supuesto que nos dio por nuestra a su Madre. Ya nadie extrañe que el género humano acuda presuroso a su amor, porque sabe no serán defraudados sus suspiros. Acudamos nosotros, que por la cualidad de cristianos y la circunstancia especial de españoles somos hijos suyos más predilectos, a su lado, y con su amparo pelearemos con valor contra el error, el cisma, la herejía y toda clase de enemigos que el infierno ha vomitado en estos aciagos días para arrancarnos el inestimable don de la fe y el inapreciable tesoro de nuestra unidad religiosa.

LA ESPERANZA