De la soberanía (XI)

«El curso del Imperio. Destrucción» por Thomas Cole. Historical Society de Nueva York

Publicamos la transcripción del undécimo artículo sobre la soberanía de la hemeroteca de LA ESPERANZA.

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Pasemos ahora a examinar en qué sentido han dicho los defensores de ciertos principios que los reyes son de origen divino, máxima que ha escandalizado a los liberales, por no haberse parado a discurrir desapasionadamente, ni subido al origen de la potestad civil. Si así lo hubieran hecho, deponiendo sus errores y añejas preocupaciones, habrían hallado, sin atormentar mucho su ingenio, la resolución de este problema. Vamos a dársela nosotros ahorrándoles toda molestia.

Nuestros adversarios políticos no podrían menos de convenir que en todo jefe legítimo y hereditario de un Estado se distinguen tres cosas: la potestad que ejerce, la vinculación de esta potestad en su familia y la posesión en que se halla de ejercer el poder supremo. Analicemos cada cosa de por sí.

En cuanto a la suprema potestad considerada en sí misma, tienen que reconocer que Dios, en el hecho de criar al hombre sociable, quiso que viviese en paz y buena armonía con sus semejantes; es así que esto no puede verificarse sin que exista en la sociedad un poder al que estén sometidos los individuos que la componen; luego tienen que confesar también que Dios quiso que existiese esta potestad pública, y que a ella estuviesen sujetos cuantos perteneciesen al cuerpo social. Verdad es esta que nadie ha puesto jamás en duda. Pues bien, en este sentido se dice propiamente: «Toda potestad viene de Dios, y el que a ella resiste, resiste a la ordenación divina».

Supuesta la divina institución de la potestad civil, estamos en el caso de decir que Dios, por motivos que se ocultan a la penetración de los mortales, ha querido que la manera de ejercerla sea varia entre los hombres; es decir, que en unos pueblos los negocios públicos estén bajo la dirección de un solo individuo; en otros, bajo la dirección de un corto número, y en otros, bajo la de muchos; permitiendo a veces que el poder pase de unas manos a otras por medios violentos e indisculpables revoluciones. Pero cuando los sucesos políticos de un Estado han dado ocasión a que el derecho de gobernarle se vincule a una familia, forzosamente hay que conceder que, o no existe la Providencia divina (cosa que no puede decirse sin cometer una blasfemia) o el Autor de todo lo criado preparó de antemano a la familia privilegiada para que, por poco o mucho tiempo, hiciese sus veces sobre aquella porción de la especie humana. Hay que confesar así mismo que cuando a la exaltación de una familia al solio regio se ha añadido la sucesión hereditaria, el Señor predestinó ab aeterno al individuo determinado que en cada época ocupa el trono, para que ejerciese sobre aquella nación la potestad suprema; y, lo que es más, quiere y ordena que mientras la ejerza legítimamente, le obedezcan y respeten todos los hombres sometidos a su cetro.

Tampoco nos negarán nuestros contendientes, ni que la potestad civil es una consecuencia o, por mejor decir, una condición necesaria del estado de sociedad, ni que Dios es el autor de ese estado; luego por precisión han de convenir en que toda potestad emana originariamente del Autor de la sociedad, y que los que la ejercen en su plenitud y están encargados de dar leyes a las naciones, son como tenientes suyos sobre la tierra, obran en su nombre, y a él deben esencialmente la potestad de que se hallan investidos. Hemos indicado que Dios es el Autor del estado de sociedad, porque Su Majestad divina es quien dio al hombre las necesidades que le obligan a vivir en compañía de sus semejantes, y le dotó de la inteligencia y facultades de que carecen los demás seres animados, y sin cuyas prendas no hubiera podido ni restablecer orden, ni formar leyes ni arreglar gobiernos. En el sentido de que la potestad civil es una condición necesaria del estado de sociedad, y que Dios es el autor de este estado, se ha entendido siempre aquel texto de la Sagrada Escritura tantas veces citado: «Por mi reinan los reyes y los legisladores decretan lo justo»; palabras que solo puede negar el ateísta o el que desconoce la Providencia, y le quita toda intervención en los negocios humanos.

No hay remedio: o nuestros impugnadores tienen que negar la Providencia, o confesar que nada se hace en el mundo sin la voluntad del Ser Supremo; que su sabiduría previó y decretó antes de los tiempos cuanto ha sucedido, sucede y sucederá en el universo; que por su disposición divina han pasado las naciones por las vicisitudes que refiere su historia; y que por esta serie de acontecimientos ha llegado a hacerse hereditaria la corona en las dinastías conocidas, hasta que ha recaído en los monarcas actuales. Por consiguiente, o tienen que decir que todo en el orbe sucede por el acaso, o confesar que mientras un monarca ejerce legítimamente la suprema potestad, están obligados en conciencia a obedecerle cuantos de hecho pertenecen a la sociedad que gobierna. Aquí se ve plenamente confirmada la verdad de aquel otro pasaje de la Sagrada Escritura: «Que es preciso obedecer a los superiores legítimos non solum propter timorem, sed propter conscientiam»; y así es como se entiende el derecho divino de los reyes, que tan impugnado ha sido por los revolucionarios de todos los países.

(Continuará)

LA ESPERANZA