Las utopías disociales científicas de la Modernidad

Viajes de Gulliver. La ciudad flotante.

La forma de pensar establecida por el nominalismo a partir del siglo XIV ha ido permeando e invadiendo las mentes de las gentes de las antiguas sociedades de la Cristiandad hasta nuestros días. Al principio, como en todo proceso, se notaba poco y sólo afectaba a unas pocas «inteligencias privilegiadas» del ámbito académico o erudito; pero a medida que iban avanzando los siglos, cada vez se expandían más los ámbitos y zonas hacia donde llegaba su ponzoñoso influjo, y sobre todo (últimamente) a partir del triunfo de los Nuevos Estados revolucionarios y sus novedosas estructuras administrativas auxiliares (principalmente en su política de una «educación» universal y obligatoria). Este sistema de pensamiento no se limita sólo a la órbita individual del conocimiento especulativo, sino que lo trasciende para invadir el ámbito general de la vida humana (social por naturaleza). Es así como surgen las nuevas utopías destinadas a la ordenación y organización «racional» de todos los aspectos de la existencia humana a fin de conseguir nuestra tan ansiada «felicidad» (en este mundo).

Es en la atmósfera cultural denominada Renacimiento, donde el sistema nominalista va a encontrar el caldo idóneo para su consolidación y difusión, tratando de enlazar con los filósofos de la Antigüedad: necesarias figuras de autoridad que habrán de servir para respaldar el resurgimiento de los viejos errores intelectuales en pro de la nueva mentalidad racionalista contraria al viejo orden escolástico de la «Edad medieval» (que así empezaban a llamarla peyorativamente los defensores de la «Filosofía Nueva»). El nuevo lema de los racionalistas es claro: ya no se trata de entender la naturaleza, sino de transformarla. Sólo podemos comprender y controlar aquello que nosotros creamos artificialmente. Ésta es la «nueva ciencia», y es la única que hay. El filósofo griego que inspira a toda esta innovadora generación es Platón (puesto de moda por los bizantinos huidos a Occidente tras la debacle de su Imperio por la invasión turca); aunque, en realidad, más bien habría que hablar de una ideología pitagórica, epicúrea y neoplatónica como verdadera base y fundamento del nuevo método de «raciocinio».

Tomando como ejemplar La República platónica, los nuevos proyectistas de la vida social están, al idear sus comunidades «perfectas», muy lejos de considerar sus planificaciones como un mero pasatiempo o divertimiento (como benévolamente podríamos interpretar la Utopía de un Tomás Moro), sino que se toman muy en serio sus propias invenciones, con independencia de introducir en ellas elementos místico-milenaristas –como en La Ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella–, o ceñirse a un esquema «racional» más «puro» –como en La Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon–. Todavía en los años de la primera mitad del siglo XVIII, podía Jonathan Swift, en sus Viajes de Gulliver, tomarse el gusto de satirizar (medio en broma, medio en serio) a los prototipos de la mentalidad utópica-racionalista, caricaturizados en los habitantes de la isla de Laputa (nombre formado –según conjetura William Barrett, en su El hombre irracional– de la unión en castellano del artículo determinado femenino y del sustantivo vulgar denotativo de las cortesanas y con el cual Lutero motejaba a «la razón»). Pero, como decíamos antes, con la progresiva llegada de las Revoluciones en las sociedades occidentales, todas estos «caldos de cabeza» se iban poco a poco implementando en la realidad, y ya no resultaban tan «graciosos». Todos se pondrán manos a la obra: los masones se consideran como los «nuevos albañiles» constructores de la «Nueva Catedral»; a los «socialismos utópicos» de los C. Fourier, H. Saint Simon o R. Owen, se le contrapone el «socialismo científico» de Marx; A. Comte delinea la nueva «ciencia» de la Sociología, indispensable para la fundación del definitivo Estado positivo. Pero, por otra parte, en la primera mitad del siglo XX, la literatura británica imagina los futuros escenarios de La Ciudad que los «científicos» nos están construyendo: Señor del Mundo (H. Benson, 1908), Un Mundo Feliz (A. Huxley, 1932), 1984 (G. Orwell, 1949), etc.; y esta vez –a la vista de los resultados cada vez más patentes del trabajo de los «arquitectos»– la optimista utopía es sustituida por el género de la distopía (si bien, a la vez que denuncian el abismo hacia el que nos dirigimos con todas estas políticas, en la mayoría de los casos suelen manifestar una más que sospechosa resignación ante las mismas como si fueran algo «inevitable»).

Los propios revolucionarios del progreso indefinido ya se encargaron de elaborar también sus propias disidencias controladas con los irracionalistas movimientos del Romanticismo y el Modernismo. La única verdadera oposición intelectual a toda esta locura es la Fe verdadera y su filosofía escolástica, que nos mantienen en la realidad. Hablamos de «locura», porque tenía razón Chesterton cuando decía que el verdadero loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo… excepto la razón. Éste el fruto de la mente nominalista-racionalista.

Félix M.ª Martín Antoniano