El nominalismo como prejuicio del «pensamiento» moderno

«El Pensador» de Auguste Rodin. Escultura expuesta en la Plaza Mayor de Cáceres en 2011

El nominalismo es una estructura mental artificial injertada arbitrariamente en la psique humana que impide que ésta pueda desenvolverse de manera natural en su actividad intelectiva y racional. Es la coartada voluntarista que se inserta uno mismo para imposibilitarse totalmente en orden al conocimiento natural de las cosas: en definitiva, es el modo en que uno puede tratar de «escabullirse» de las verdades filosóficas que constituyen el preámbulo para abrazar la Fe verdadera. Es cierto que la Fe proviene de la gracia; pero la gracia supone la naturaleza, y la acción de aquélla sufre enormes menoscabos si previamente se han puesto toda clase de obstáculos artificiales para no dejar fluir al entendimiento por sus cauces racionales normales y espontáneos. Ésa es la tara intelectual que determina la Historia de toda la «Filosofía» o la «Ciencia» que va a ir desarrollándose a lo largo de la Edad Moderna hasta consumarse en nuestra Edad Contemporánea.

El modo de pensar nominalista separa completamente el mundo sensible del mundo intelectual. Para el nominalista sólo es posible conocer realmente las cosas singulares, por medio de la intuición sensible; por lo demás, nuestro intelecto se limita a realizar construcciones convencionales para clasificar y ordenar de alguna manera todo ese conjunto «caótico» de aprehensiones directas que recibimos del universo externo a nosotros. Por lo tanto, nunca podemos llegar a tener un conocimiento real y verdadero de nada que vaya más allá de esas individuales impresiones empíricas. Esta conclusión todavía resultaba muy difícil de asimilar por los pensadores de la época en que surgió este sistema mental (o, mejor dicho, en que resurgió a partir de los errores del Mundo Antiguo). Para refutarla bastaba con ser humilde y reconocer que los hombres podemos obtener también intuiciones intelectuales directas a partir de la propia visión del orden natural: tanto el concepto de ser, como los juicios relativos a los principios de no contradicción y causalidad que se derivan de aquél, son nociones evidentes y patentes que, aunque no constituyen una intuición sensible, surgen de manera tan natural en la mente que, aunque no pueden ser objeto de demostración, nadie en su sano juicio podría negarlas. Todos los conceptos obtenidos por Aristóteles en su Lógica, no son simples flatus vocis, sino que tienen plena y completa fundamentación en la realidad de las cosas que aparecen ante nosotros. Sin embargo, los «filósofos» racionalistas de esa primera época (Descartes, Galileo, Bacon, Leibniz, etc.), considerados como los fundadores de la llamada «Ciencia Moderna», se van a dedicar a la imposible tarea de tratar de «salvar» algún campo de la realidad como susceptible de verdadero conocimiento racional asumiendo como base o premisa el irracionalista axioma nominalista (tarea equivalente a la de aquel fabuloso Barón de Münchhausen que intentaba salir de la ciénaga en la que había caído tirándose él mismo de su propia coleta).

El «príncipe» de los empiristas, David Hume, simplemente se limitará a constatar el fracaso de todos esos intentos, consagrando, ya sin ambages, la única conclusión lógica que se podía desprender del sistema nominalista: un puro y absoluto escepticismo. Kant, no queriendo aceptar del todo la derrota, concedió a Hume la imposibilidad del conocimiento racional en el ámbito de la Metafísica, levantando acta de defunción a los intentos de la línea racionalista idealista; pero aún pretendió «salvar» la posibilidad del conocimiento intelectual en la otra línea racionalista físico-matemática iniciada con Galileo y Bacon y rematada por Newton. Estos esfuerzos agónicos por delimitar al menos una parcela de la realidad susceptible de poder ser captada por el hombre –continuados con entusiasmo en el siglo XIX por Comte y su hegemónica ideología positivista– acabarían haciendo aguas en la primera mitad del siglo XX con las reflexiones epistemológicas del llamado Círculo de Viena (que, como siempre, volvían a encontrarse con las mismas aporías propias del «pensamiento» nominalista), siendo Karl Popper el que terminaría dándole la puntilla también a la posibilidad del conocimiento en el ámbito «científico»: ni el método de verificación de hipótesis apriorísticas de Galileo, ni el método de inducción de Bacon, podían servir tampoco para inteligir y entender ninguna realidad de la naturaleza. A lo sumo, Popper, con su criterio de falsación, concedía la eventualidad de afirmar con certeza la falsedad de una hipótesis, pero nunca la de confirmar definitivamente la verdad de alguna de ellas.

Éste es el itinerario que ha seguido la forma de pensar nominalista que ha impregnado el campo de la especulación filosófica desde los albores de la Edad Moderna: sólo podemos obtener datos empíricos y conjeturar «relaciones» entre ellos con fines pragmáticos o técnicos, pero nunca como objetivos conocimientos de la realidad. Con unos presupuestos como éstos, ¿qué espacio de intelección racional queda para el mundo, el alma o Dios?

Félix M.ª Martín Antoniano