En Pascua celebramos un hecho histórico, que es la victoria de Nuestro Señor sobre el pecado y la muerte. Por este título de vencedor le pertenecemos. Jesús es Rey, no sólo por derecho de creación, sino, aún más, por derecho de redención. Él nos ha reconquistado y redimido pagando el altísimo precio de su vida entregada y su sangre derramada.
Durante su pasión y muerte, y sobre todo, con el sello divino de la resurrección, queda probada esa realeza que tanto inquietó a Herodes y a Pilatos: Iesus Nazarenus Rex Iudeorum. Lo hemos contemplando en la figura del Ecce Homo, cuando lo trataron como a un «rey de burlas» cuya corona no era de oro, sino de espinas, cuyo centro no estaba hecho de materiales preciosos, sino que era una caña, y cuyo manto no era de armiño, sino una clámide para reírse de su realeza. Vivimos en un tiempo de pasión de la Iglesia y de la Cristiandad. ¡Tantos son los que se siguen burlando hoy de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo!
En esta octava de Pascua y en los días sucesivos, ¡qué importante es confrontar esas dos imágenes: el Ecce Homo y Jesús victorioso! El Ecce Homo llevó a la traición al mismo san Pedro: le dio miedo y lo negó tres veces. Nosotros lo hemos reconocido como Rey, y ahora que somos reconfortados con su victoria, estamos consolados y nos sabemos partícipes de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Este Jesús que vimos en el pretorio y que resucita nos confirma en la fe. Tenemos prometido el triunfo, ya lo tenemos ganado, pero Nuestro Señor quiere que participemos con Él en el combate. ¡Qué maravilla pensar que el combate que libra un soldado de Cristo tiene garantizada la victoria! Por eso no debemos desanimarnos ni amedrentarnos, porque el Ecce Homo será el Resucitado, pero no podremos llegar a un Domingo de Resurrección sin pasar por un Viernes Santo.
Ahora debemos profundizar el conocimiento que tenemos de Nuestro Señor: acompañemos a las santas mujeres hasta la tumba para observar a un lado, apartada, la piedra que la sellaba, caminemos por el jardín con María Magdalena buscando a Jesús, corramos con san Pedro y san Juan y entremos con ellos en el sepulcro vacío, fijémonos en cómo están las vendas colocadas y el sudario doblado, unámonos a los discípulos de Emaús. La resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es un hecho histórico que tiene que penetrar en lo más profundo de nuestra alma, para que ese hecho sea el fundamento mismo de nuestra fe católica: el gran triunfo de Nuestro Señor. No sería suficiente una larga vida contemplativa para agotar el contenido inconmensurable de este misterio. Ahí está el Señor para que lo vayamos a oír, a ver, a poner el dedo en su llaga del costado, si acaso dudamos. También debemos acercarnos a todos los detalles que los científicos han ido dilucidando en el estudio de ese «quinto evangelio» que es la santa síndone, el santo sudario.
Tenemos a nuestro Rey victorioso sobre la muerte y el pecado, que nos confirma en la fe y nos pide que, en el combate de cada día, demos testimonio. Eso nos corresponde a cada uno de los bautizados, hijos de Dios, a cada uno de los confirmados, soldados de Cristo. El mundo liberal vive en una dicotomía, en una contradicción o paradoja entre lo que se cree y lo que se hace, lo cual es mortal, suicida y asesino. La victoria de nuestro Rey nos reclama coherencia y ser no sólo creyentes sino también practicantes, dar testimonio con nuestras palabras y con todo nuestro ser: pensamientos, sentimientos, palabras, pues nuestro comportamiento en su conjunto conforma el testimonio que debemos dar ante los hombres y está en conexión directa con nuestra convicción en el hecho histórico de la resurrección. Seamos consecuentes con nuestra fe; no de manera intermitente sino constantemente en toda nuestra vida, puesto que no somos hijos de Dios de modo intermitente, sino de forma permanente, no somos soldados de Cristo para vivir tranquilos, cuando hay un combate y no hay paz en esta tierra.
David combatió contra Goliat y con su victoria ganó la batalla para su pueblo. De modo análogo, la victoria de Jesús también es la de su pueblo, la de su Iglesia, la de su Cuerpo místico, la de cada uno de nosotros. Recordemos: la victoria está asegurada, nosotros debemos dar el buen combate de la fe. Y tengamos cuidado: quien le niegue ante los hombres, será negado por Él ante el Padre celestial. San Pedro, que lo negó, pero pudo reparar con tres confesiones aquellas tres negaciones, aquellas tres traiciones. Pidamos la valentía de dar testimonio hasta el heroísmo, y si se nos pide, hasta la última gota de nuestra sangre. El precio siempre será mínimo ante la recompensa que Dios dará. Pidamos esta coherencia incluso en lo más secreto de nuestra vida personal donde muchos actos, abnegaciones, sacrificios y silencios son ante Dios patentes y claros. Es importante que tengamos presentes a tantos mártires de la tradición que sacrificaron vida, familia y patrimonio: ninguno de esos gestos será algo banal. No, ante Dios nunca serás héroe anónimo. Eso lo sabemos bien todos los tradicionalistas, todos los carlistas. Vivimos un tiempo que nos llama al heroísmo y que no tolera la mediocridad: no se trata del heroísmo mesiánico sino el heroísmo de Getsemaní y el del pretorio. Hay triunfos que sólo los conoce Dios y así no serán nunca empañados por la vanagloria y el orgullo, sino que sólo serán patentes ante los ojos de Dios. Que Él nos confirme en la fe y así lo confesemos ante los hombres en las cosas pequeñas. A lo imposible nadie está obligado, pero a lo pequeño sí, con sus ribetes heroicos, sublimes y un premio, sin duda, eterno. Así evitaremos el fariseísmo no sólo hacia exterior, sino también en lo secreto de unos corazones nobles que caminan hacia la santidad: mediante la práctica de virtudes calladas y escondidas; de fidelidad en todos los órdenes, de la guarda de los sentidos, sentimientos y pensamientos.
Que la victoria del Señor nos reconforte, para que luchemos con denuedo contra ese liberalismo que ha establecido como norma la doble vida, la doble moral o doble sentimiento: no seamos dobles sino seamos ázimos de sinceridad y de verdad. Esa coherencia y esa verdad es algo heroico en estos tiempos. El liberalismo ha conducido a la Cristiandad a un estado de tibieza vomitable ante los ojos de Dios. Que el miedo a la vergüenza no nos lleve a alistarnos en las masas liberales, idénticas a las que le negaron cuando le vieron como el Ecce Homo, azotado, escupido, coronado de espinas. El día de su resurrección es el día de su venganza y lo será de manera definitiva cuando venga entre las nubes del cielo separando a los que participarán en su reino eterno, con san Dimas, de los que serán condenados. Venzamos el liberalismo y dejemos la incoherencia de la paradoja: católicos en unos aspectos y en otros, islámicos, o protestantes o incluso budistas; todas esas contradicciones se encierran en una sola palabra: liberalismo, lo que se opone a la congruencia de la fe en el misterio de la Encarnación.
El día de la resurrección de Nuestro Señor es el día de su venganza y lo será de forma definitiva cuando vuelva el último día para juzgar a vivos y muertos y separar a los que participarán en su reino de los que serán condenados. Que Dios reconforte nuestras almas en el combate, Él es fiel y nos sostiene con la Eucaristía y los sacramentos. Esta es la hora de la prueba. La Santísima Virgen María nos acompaña en este tiempo de pasión eclesial y de traiciones al más alto nivel; Ella se mantuvo firme al pie de la cruz, no se escandalizó, sabía Quién era su Hijo. La Santísima Virgen guardó en su Corazón la fe de la Iglesia. Sabemos que la victoria de Cristo Rey va a ser prologada por la victoria de su Corazón Inmaculado.
Que nos sostenga el misterio de la Resurrección. El Señor espera que ahora en su resurrección nos acerquemos a Él y le confesemos. Y también ante los demás. En nuestros corazones se ha encendido la fe igual que el fuego nuevo se encendió con ayuda de un pedernal al comienzo de la Vigilia de Pascua. Que en nuestro corazón ese fuego de la verdad ilumine nuestra inteligencia y fortalezca nuestra voluntad, para que seamos capaces de dar testimonio como tantos que a lo largo de los últimos siglos lo hicieron al grito de ¡viva Cristo Rey!
Padre José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista