Una de las muchas paradojas del Progreso es la que rodea la legislación sobre la muerte: en par de los levantes de una aurora infanticida y geronticida promovida por asociaciones autodenominadas defensoras de los derechos humanos, otras organizaciones igualmente autodenominadas, nos llenan la cabeza con consideraciones sentimentales (pues nunca apelan a un análisis racional del asunto) contra la pena de muerte. Así, el asesinato de inocentes está permitido, cuando no directamente aconsejado; pero la punición con la pena capital de los culpables no tiene derechos de ciudadanía en Posmodernópolis.
No voy a hacer una apología general de la pena de muerte; si la hiciera, les aseguro que no recurriría a los pensadores tradifachas y tradilocos, como Aristóteles y el Doctor Angélico. Me resultaría infinitamente más divertido responder a los juristas progres con las severísimas consideraciones de Kant sobre el tema, lo que provocaría, sin duda, múltiples episodios de catarsis filosófica. Me voy a limitar a proclamar en alta voz (es un decir), que, tal vez, en medio de las montañas de cenizas resultantes de la incineración de viejos sin ganas de vivir y de rorros cuyas madres tienen bastantes menos entrañas que las cananeas adoradoras de Moloch, podríamos (con el debido Consenso Ciudadano y Democrático, por supuesto) promover, por una vez, que ciertos especímenes indeseables para la república contribuyesen con sus restos mortales a esas polvorientas pirámides, testimonio imperecedero de nuestro fúnebre siglo.
Yo no empezaría por los cineastas inmorales, aunque tampoco los dejaría para el final. El cine desempeña un papel fundamental en la descomposición de nuestra sociedad; es sabido que los principios de la revolución moral cuyas peores consecuencias no estamos aún en condiciones de conjeturar, fueron delicadamente inoculados en las conciencias occidentales a través de películas muy ñoñas y lacrimógenas que podían resumirse, como aquello que cantaba el Nuevo Mester, en la frase «el divorcio es lo mejor». Como católico, me opongo desde luego al divorcio, que considero, como Chesterton, una auténtica superstición, una fantasmagoría y, además, una grave injusticia. Pero hay cosas que me parecen más graves que el divorcio; más graves, porque a menudo se las considera razón suficiente del divorcio; más graves, sobre todo, porque si el divorcio es, a pesar de nuestro decidido apoyo social, institucional y legal, generalmente considerado como un fracaso, hay cosas que, lejos de ser objeto de pública lamentación (menos aún, claro, de condena), son vistas por terceros con una mirada entre envidiosa y salaz. Me refiero, claro, al adulterio.
Una de las películas más venenosas y, además –y tal vez por eso mismo– más conocidas y apreciadas del gran público es Los puentes de Madison que cuenta, en breve, cómo Meryl Streep corona a su marido con el suculento y apetitoso fotógrafo Clint Eastwood. Sólo he visto la película en una ocasión, tras mucho insistirme cierta persona a quien en aquellos lejanos entonces tenía motivos para creer seria y comprometidamente católica y, por lo mismo, defensora a ultranza de la institución familiar. Teniendo como tengo un natural bastante expresivo y un rostro perfectamente incapaz de disimular sus emociones, que supongo que mi cara podría haber inspirado a Caravaggio cuando terminó la película y le pregunté a mi verdugo cómo podía gustarle una película en la que se realizaba una apología tan descarada (y tan cutre) del adulterio: «¡Pero si al final Francesca se queda con su marido!». Juro solemnemente que esta frase pretendía ser una justificación.
Asumo con toda honestidad que es imposible condenar el adulterio desde un punto de vista no católico. Ahora bien, un punto de vista no católico sobre el matrimonio está evidentemente equivocado, porque no es el punto de vista que Dios, en Su infinita Sabiduría quiere que tengamos sobre el matrimonio. Como nunca me canso de repetir, en la hipótesis de que el conjunto de la humanidad decidiese que, a partir de mañana 2+2 = 5, no enervaría en absoluto la verdad inmutable, 2+2 = 4. Que haya muchos no católicos y muchos católicos que no saben que no lo son, no enerva en absoluto la verdad proclamada hace dos mil años por la boca de la Verdad misma.
Hechas estas, sin duda innecesarias, advertencias, hablemos de lo que verdaderamente está en juego: el matrimonio es un Sacramento. Nuestro Señor podría no haberlo incluido en la lista y eso, se lo garantizo, habría simplificado enormemente la vida de teólogos y sacerdotes de todas las épocas. Pero lo hizo, y eso supone que el vínculo conyugal es tan sagrado como una absolución, como el carácter sacerdotal y como la comunión del Cuerpo y la Sangre de N.S.
Es curioso que, mientras la mayoría de los católicos y buena parte de los que no lo son están dispuestos a prestar su aquiescencia a la punición por vía penal de la profanación de las Sagradas Especies, cuando uno sugiere que, en buena lógica, también habría que castigar a quienes profanan el Sacramento del matrimonio, el silencio es atronador. Y, sin embargo, aunque la ofensa es infinitamente más grave en el primer caso, el matrimonio, en cuanto es fundamento de la familia, que es el fundamento, a su vez, del Estado, casi podríamos decir que la violación del matrimonio es una cuestión que atañe mucho más directamente al orden público.
Yo no sugiero que todos los adúlteros deban ser llevados al cadalso; diría que bastaría con algunos especímenes reincidentes para dar ejemplo. Tampoco entendí nunca por qué la legislación penal española, cuando castigaba el adulterio, incurría (esta vez sí), en un grave vicio de misoginia, castigándose con mucha mayor severidad los cuernos de la mujer al marido que viceversa. Si bien es cierto que un embarazo adulterino supone una mácula particularmente grave para el honor de la familia, no lo es menos que, naturalmente, los varones tienen mayores facilidades para engañar a sus esposas y que, históricamente, lo han hecho más a menudo. Así que yo diría, incluso, que caso de establecer un régimen penal desigual, habría que castigar más duramente a los maridos que a las esposas. Pero esto es secundario.
El punto fundamental de mi proposición de ley es que, como un adulterio tiene tantas implicaciones públicas como privadas, la ejecución de la pena debería dejarse al albedrío de la parte ofendida. Imaginen el supuesto: Juan Carlos, que lleva décadas casado con Sofía se ha enamorado de Corinna (los nombres están escogidos perfectamente al azar) y ha mantenido con ella un tórrido affaire que ha logrado, piensa él, mantener en secreto; pero, ¡ay!, Sofía consigue enterarse y, ofendida y humillada, recurre a la Justicia. El severísimo y adusto juez, sr. García-Vao, condena a Juan Carlos a la hoguera en el próximo auto de fe. En aplicación de la legislación vigente, la aplicación de esta pena queda sometida al parecer de Sofía.
¿Qué piensan entonces que ocurriría? ¡Qué de adúlteros, movidos quizá por un servil miedo a la muerte buscarían la plena reconciliación con sus cónyuges! (Y el miedo servil, si no es el mejor motivo para hacer las cosas, puede ser un buen acicate que mueva a actos de virtud, como dice el sacrosanto Concilio de Trento). ¡Qué de cónyuges engañados se dejarían enternecer por las disculpas de sus infieles costillas, además de por la enorme carga moral de ser, siquiera por unas horas o unos días, dueños de la vida y de la muerte de sus victimarios! Porque un cónyuge engañado es una víctima, no hay que perderlo de vista.
Francamente, «gracias, Richard, por perdonar mi fatal desliz y no entregarme al brazo secular», me suena bastante más sincero y promete más felicidad para el porvenir de un matrimonio que «gracias, Francesca, por quedarte conmigo, tu aburrido e insulso esposo y no largarte con el suculento fotógrafo».
G. García-Vao