El mito de las Macroempresas como necesidad económica ineludible

Los muelles de Dublín, sede social de grandes empresas tecnológicas. Commons

Otra idea que ha calado hondo en las mentes del mundo contemporáneo, es la de la necesidad e inevitabilidad de las grandes concentraciones capitalistas societarias como única vía para la «eficacia» y la «eficiencia» en el campo económico-social, en contraposición a un modelo social tejido por una amplia red de pequeñas empresas o propiedades (considerado inútil y «condenado» a su absorción por aquéllas).

Al abordar este tema, siempre nos encontramos con un único obstáculo para la promoción de este último orden socialmente sano: su viabilidad financiera; lo cual es lo mismo que afirmar que no hay más que un impedimento artificial –perfectamente salvable, pues– para su promoción. Éste es un ejemplo más del influjo decisivo que tiene el sistema financiero en nuestra vida socioeconómica, que convierte el tan cacareado «principio de la competencia» en una farsa ejercida dentro de un «campo de juego» trucado a merced del arbitrio de los Financieros, cuya voluntad (y no unos «efectos naturales» de la «libre concurrencia») es lo único que está en el origen de los enormes monopolios y oligopolios.

En este sentido, H. Belloc subrayaba en su Economía para Helen (1924): «Los banqueros pueden decidir, de entre dos competidores, cuál sobrevivirá. Como la gran mayoría de las empresas están en deuda con los bancos –es decir, marchan con préstamos que les conceden los bancos; funcionan con dinero hecho por los bancos–, cualquiera de entre dos industrias competidoras puede ser asesinada por los banqueros diciendo: “No te prestaré ya más este dinero. Lo ‘reclamo’ ” (es decir, se lo exige para que se lo devuelva en seguida)». Y el javierista catalán Francesc Tusquets denunciaba a su vez (Cruzado Español, 15/01/1960): «Las grandes Anónimas, trustificadas, convenidas, y poderosísimas, ponen dificultades al funcionamiento de las medianas y pequeñas empresas de su respectivo ramo económico, hasta inutilizarlas o arruinarlas, empleando dos medios eficacísimos: a) Valiéndose de su influencia en los organismos económicos de los Estados, les ponen toda clase de trabas en su fundación o en su desarrollo, y procuran les sean denegados los permisos para renovar sus utillajes o adquirir sus materias primas; b) Les hacen una competencia de precios desleal, ofreciendo al mercado los mismos artículos a bajo precio, hasta absorberlas o arruinarlas». Recordemos también las palabras de Pío XII en contra de la idea de una supuesta ineludible «necesidad» existencial social de las Compañías Gigantes en su Radiomensaje Oggi (01/09/1944), que recogimos en nuestro artículo «La maldición de Adán y Eva».

Pero no queremos terminar este artículo sin transcribir unas interesantes reflexiones del propio Belloc vertidas en un artículo suyo titulado «Dos textos», publicado en The American Review (Abril 1937), en donde, tras referirse a una frase escrita por alguien que se quejaba de la oposición de los distributistas contra el Gran Capital y les recomendaba que dejaran «la dirección del capital a aquéllos que mejor lo manejan», terminaba contestándole el gran apologista católico con estas palabras: «En ese texto herético subyace una concepción fundamentalmente falsa que debo mencionar […]. La falsa concepción es ésta: que la pequeña propiedad no puede combinarse o ser usada en combinación; que uno sólo puede tener grandes concentraciones de poder humano en el mundo material mediante una correspondiente concentración de control en manos de unos pocos. Eso no fue en absoluto lo que pasó en el pasado, y no hay razón por la que debiera ocurrir en el futuro. Las grandes empresas de la antigüedad [= Edad Antigua] fueron acometidas en su mayor parte mediante un mando autoritario: el de un monarca o un general; pero aquéllas de la Edad Media fueron acometidas mediante corporaciones. Si un hombre se dispusiera hoy día a erigir la Catedral de Sevilla –suponiendo que algún hombre tuviese hoy día la visión de belleza requerida–, cogería a un contratista para todo el trabajo. El contratista se concentraría en ver cuán barato podría hacerlo por debajo del precio del contrato, de forma que su beneficio fuere lo más grande posible; la gente que hiciese la obra serían esclavos asalariados. Pero cuando la Catedral de Sevilla fue construida, fue construida mediante gremios, mediante esfuerzo cooperativo, mediante la reunión de cientos, y quizá miles, de hombres económicamente libres y cabezas de familia. Hubo una cooperación de esfuerzo, obviamente, o la cosa perfecta unida nunca hubiera surgido; pero era una coordinación de un buen número de hombres libres, una coordinación aceptada, no una impuesta (y menos aún una coordinación que tuviese por motivo la codicia individual de un hombre ya demasiado rico). Si alguna vez tenemos éxito en restaurar la propiedad, y su correlativa libertad económica, no debemos preocuparnos por la falta de talento para la administración de capital en grandes cantidades utilizado cooperativamente: el talento estará ahí en todos lados».

Félix M.ª Martín Antoniano