Sé que muchos lectores están inquietos con la aparentemente total falta de perspectiva de «actualidad» que está tomando la columna semanal de –supuesto– humor que tengo el descaro de firmar. No hemos hecho la menor consideración sobre Ayuso y Casado, ni sobre lo de Ucrania: francamente, me da bastante pereza comentar guerras sucias, cutres y barriobajeras. Y, en cuanto a Ucrania, voy a cometer un desatino inconcebible en nuestro siglo: prefiero callarme, porque creo que no dispongo de los suficientes elementos de juicio para emitir una opinión fundamentada. Creo que, si Putin fuese tan absolutamente malvado como parece y como quieren hacernos creer, sería razonable que todas las Nobles y Democráticas Potencias Occidentales prestaran un concurso decidido a acabar con tan abyecto dictador, en lugar de hacer teatritos en las instituciones bruselenses. Y también creo que, si eso llegase a suceder, las Nobles y Democráticas Potencias Occidentales acabarían enfrentándose con una ciudadanía perpleja que se plantearía tres graves cuestiones existenciales: «¿Por qué la Noble y Democrática Europa continúa obedeciendo lacayunamente a las directrices yanquis en política exterior?»; «¿Por qué treinta años después de la caída de la URSS siguen existiendo la OTAN y toda esta dialéctica de guerra fría?» y «¿No se han enterado en Washington de que la gran potencia comunista ya no es Rusia, sino China?».
Y, hablando de China, era un país mucho más interesante y mucho menos terrorífico (aunque ya era bastante terrorífico), cuando estaba gobernado por una siniestra caterva de concubinas, eunucos y nobles intrigantes; cuando la política se hacía a golpe de intriga palaciega y no de talonario; cuando los muertos por hambre se contaban por millares y no por millones, por sacas de la policía secreta. China ya hace mucho que nos inspira un miedo hipnótico; pero la China imperial daba para películas decentes, mientras que la singladura comenzada por el Gran Timonel no nos deja dormir tranquilos; no digamos ya escribir guiones.
A la inmensa mayoría de Vds. el nombre de Flora Robson no les suena de nada. Pero algunos quizá recuerden aquel filme singular que se llama 55 días en Pekín y que en dicha película aparecía la emperatriz viuda Cixí, interpretada por una imponente actriz, bastante bien caracterizada para no ser china. Ésa era Flora Robson.
La película era un pipiripao de historia-ficción: de historia, porque efectivamente, hubo en China al alborear el pasado siglo una gran revuelta popular contra los «bárbaros occidentales» (y japoneses) que, ciertamente, se inició con el asesinato del embajador alemán en la capital imperial; que la revuelta, ya convertida en la Guerra de los Bóxers tuvo asediado el Barrio de las Legaciones de Pekín, donde resistieron heroicamente los cristianos pequineses allí refugiados, luchando codo con codo con el (escaso) plantel militar internacional. De ficción, por su parte, porque no consta la presencia de nobles rusas seductoras de militares yanquis durante el sitio y, sobre todo, porque, como el ego actoral y patrio de David Niven no podía tolerar que su personaje (el embajador de Su Graciosa Majestad) sólo «hiciera el diplomático», un poco a la sombra del heroico Charlton Heston –el referido militar yanqui–, diversos y muy poco afortunados cambios de guión acabaron convirtiendo al personaje de Niven en una suerte de James Bond avant la lettre bastante inverosímil.
Hoy, sin embargo, la película concita los odios de las Izquierdas Biempensantes, no por sus inexactitudes históricas, sino por haber cometido el atroz crimen de lesa Progresía de haber contratado a dos actores ingleses para interpretar a Cixí y a su consejero, el príncipe Tuan. Pecado, obviamente, contra naturam, tan grave, al menos, como atropellar a una ardilla o matar a una cucaracha y, decididamente, muchísimo más que descuartizar un bebé en el seno de su madre (que no es delito en absoluto).
De nada serviría esforzarnos por explicar que la productora hizo una convocatoria general en prensa y radio a todos los chinos residentes en España (la película se rodó en Las Matas), ya que se requerían unos 1.500 para hacer de extras… En aquellos entonces, había en España algo menos de 300. Esto habla de una época en la que no había un restaurante «Gran Muralla Feliz» y un «Bazar 1€» hasta en el más perdido villorrio de la vieja Castilla. Si el todopoderoso productor Samuel Bronson no pudo reunir todos los extras que necesitaba, parece razonable suponer que le habría resultado del todo imposible encontrar dos actores chinos con la suficiente formación actoral, que además hablasen inglés y que, además, tuviesen el permiso de la República Popular para salir de China y participar en el rodaje de un filme en el decadente mundo occidental.
Estas consideraciones forman parte de eso que los fascistas llamamos «la verdad»: es imposible contratar a chinos para hacer de chinos si no hay chinos que puedan actuar en una película rodada en inglés. Da igual, el pecado, ya tiene nombre: «blanqueamiento» o whitewashing, que suena peor, porque es inglés. ¡Atroz despropósito! ¡Como si no supiésemos que los pioneros del cine fueron un congoleño, un vietnamita y dos aborígenes australianos!
A Dios gracias, hemos superado rápidamente esos tiempos de barbarie. Hoy nos enfrentamos al fenómeno inverso, es decir, a la coloración artificial de los repartos cinematográficos. Los resultados son, cuando menos, divertidos.
Si tuviese que escoger una película que sea el paralelo progre y posmoderno de 55 días en Pekín (¡con más revisionismo todavía!), conservando, por mor de la eficacia de la analogía, la nota distintiva de pipiripao de historia-ficción, elegiría, sin duda alguna, María, reina de Escocia. Si 55 días en Pekín contribuye a asentar la justa reputación de Ava Gardner como «el animal más bello del mundo», María contribuyó a sacarme de golpe de mi ensimismamiento platónico hacia Saoirse Ronan y a persuadirme de que Emma Stone no era tan mala actriz, después de todo.
La película fue perpetrada por un director de cuyo nombre no quiero acordarme, pero que manifestó desde el comienzo del rodaje su resolución de no rodar con «un reparto sólo de blancos». Lógico: como todo el mundo sabe, tanto Richmond como Holyrood, tanto Londres como Edimburgo eran, aún más que hoy en el s. XVI auténticos crisoles de culturas; cruces de caminos de todas las razas y pueblos del orbe (y de otros orbes). Como todo el mundo sabe, Isabel Bolena, llamada la Bastarda y llamada también reina de Inglaterra, fue la primera gobernante del mundo en romper todos los «techos de cristal» imaginables: el del feminismo, porque fue la primera reina de la Historia del Universo Mundo; el de la igualdad racial, porque como bien muestra la película, nombró a un negro embajador ante la corte de Escocia; incluso de la igualdad entre especies, al nombrar vicealmirante a un auténtico escualo como Drake y Secretario de Estado a un buitre como Cecil. Suponiendo que de aquélla hubiese negros en Inglaterra que no fuesen esclavos, no iría yo tan lejos como para afirmar que los favoritos de la ¿siempre? virgen Isabel fuesen a permitir que un parvenu del África fuese a ostentar la máxima representación de la Corona Inglesa ante la Reina de los Escoceses.
Esto no es racismo: es Historia. Pero no queda ahí la cosa: la película tiene azucarillos para todos los colectivos «perseguidos» (fundamentalmente por su mala conciencia, me imagino): Davide Rizzio, el «secretario italiano» de la reina María, cuya inmortal fama le dio el Sherlock Holmes de Caleb Carr, no es, ni por pienso, el amante de la reina, ¡sino del rey! Así, Su Majestad Consorte no tiene mejor idea que solazarse en pecado nefando, abandonando el regio lecho en su misma noche de bodas. Mas, no se angustien los progresistas: la no-tan-católica María Ronan es gay-friendly y a la mañana siguiente, aun antes de ponerse la corona (o, más bien, antes de quitársela…) ya ha perdonado galanamente a su libre, libérrimo amigo del sur y a su quizá no tan libre esposo que tan libremente a dado libre curso a sus libres (?) deseos.
El problema de todo esto es que uno ve ambas películas y piensa (porque uno es un facha), que el embajador negro es poco realista, que la irlandesa Ronan es una paupérrima reina de Escocia, además de una fresca y una progre y que, quizá, Isabel no hizo tan, tan mal cortándole la cabeza. Pero, sobre todo, uno acaba diciendo, en claro desafío a nuestra espantosa Posmodernidad: ¡Salve, oh, Flora, Celestial Emperatriz de China!
G. García-Vao.
A la memoria del pedazo de facha de Bernardo Cólogan y Cólogan, interpretado (sin mencionar su nombre) por Alfredo Mayo y olvidado por todos los demás.