De la soberanía (XIII)

La Revolución francesa

Publicamos el siguiente artículo de la serie sobre la soberanía de la hemeroteca de LA ESPERANZA.

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Cuando lo que un gobierno manda es injusto y perjudicial a los gobernados, ¿podrán estos desobedecer? ¿Podrían hacer armas contra el gobierno establecido, destruirle y sustituir en su lugar otro que consideren más beneficioso al país? Según los principios de la soberanía nacional, no hay cosa más fácil que satisfacer a estas preguntas. Si por fin sostuvieran que hay casos en que es lícita la resistencia pasiva, o que los particulares y los pueblos pueden y deben resistir a los gobiernos, desobedeciendo sus mandatos cuando son contrarios a la sana moral y religión del Estado, no seríamos nosotros quien los impugnase; pero ellos van más adelante. Defienden con ahínco que los jefes supremos de los Estados ejercen su potestad en virtud de un pacto con el pueblo; pacto reducido a que han de gobernar bien, esto es, de una manera útil y conveniente a sus subordinados, y que, por consecuencia, no haciéndolo así, rompen el pacto, y es permitido, así a la comunidad como a los particulares, sustraerse de su obediencia y atentar contra su autoridad; sustituyéndole otro que cumpla mejor su cometido.

Con el testimonio del célebre ideologista Destutt-Tracy, probamos en el número anterior dos cosas: primera, que donde quiera que la ley cede a la voluntad de un hombre, o de muchos, existen el despotismo, la opresión y el abuso de autoridad; y segunda, que no hay estado donde esto no se vea de tiempo en tiempo. Luego, según la doctrina de la soberanía nacional, en todos los Estados, estén mandados por monarcas absolutos o por jefes populares, siempre que falten a la ley o manden mal, es lícita la insurrección contra ellos. Esta es la consecuencia necesaria: de suerte que lo mismo el Emperador de Marruecos que el liberalísimo gobierno inglés, y el todavía más liberal de los Estados Unidos, puedan lícitamente ser derrocados por el pueblo o los particulares todas las veces que dejen de cumplir con su deber. ¡A qué desastres no nos conduciría un principio tan absurdo! Esto sería condenar a los hombres a vivir en guerra perpetua, mejor dicho, equivaldría a destruir la sociedad; porque ya se sabe que mientras Dios no mude la condición del hombre, este será un ser defectuoso; y, por consiguiente, que si la fortuna le eleva a mandar a sus semejantes, ha de cometer faltas, ha de abusar de su posición. Si pues siempre que las cometa o abuse ha de poder el pueblo insurreccionarse, la suerte de los hijos de Eva sería en este mundo poco diferente de la de los animales.

Quizá nos replique alguno: «No es eso lo que quieren los defensores de la soberanía nacional: lo que sostienen es que los pueblos pueden legítimamente levantarse contra los gobiernos en el caso de una verdadera, completa y constante opresión, que no pueda destruirse por otro medio; mas no porque haya alguno que otro abuso, o, si se quiere, alguna que otra violación de la ley». ¿Es esto lo que decís, partidarios de la soberanía del pueblo? Pues si es eso, negad el principio de insurrección que a todas horas estáis proclamando; porque es casi imposible que se verifique el caso en que puede tener lugar. Esta es la doctrina sana, verdadera y útil que debéis predicar a los pueblos; no ese vago derecho de resistencia, que, mal entendido, y dejado en una indefinida latitud, ha puesto en combustión a casi todo el mundo culto, y hecho derramar en el corto espacio de sesenta y cuatro años más sangre que durante las tres mil o más guerras llamadas de religión que no cesáis de citar. Lo más que puede haber en las naciones cultas, es una opresión incompleta, pasajera y accidental; o, en otros términos, podrán los que mandan cometer errores voluntaria y maliciosamente, y tolerar e introducir abusos perjudiciales; pero esto no legitima la insurrección, mal incomparablemente mayor que el que puede producir el gobierno que de ese modo oprime. Decimos que no legitima la insurrección, porque hay otro medio de evitar el daño, cual es dirigir enérgicas representaciones a quien pueda remediarlo. Y no se nos reponga que este recurso es ineficaz, porque la historia tiene acreditado que produce efectos saludables. Efectivamente, ¡cuántas veces ha contenido al poder en sus extravíos la censura legal y decorosa de los cuerpos del estado! ¡Cuánto mejoraron la situación de la Francia, desde el reinado de Francisco I hasta la revolución, las representaciones de los Estados de las provincias, de los consulados, de los gremios de todas clases, de los intendentes y gobernadores, y la firmeza de los Parlamentos cuando se negaban a registrar edictos arrancados al monarca con engaños y seducción! Y ¿para qué ir a buscar casos a naciones extrañas? ¿Cuántas providencias útiles no se lograron en todos los tiempos con las consultas de los Prelados eclesiásticos y de los consejos? ¿Cuántas y cuán sabias leyes no hicieron dar el celo y la ilustración de los fiscales de Castilla? Estos, pues, son los medios legales de fomentar la prosperidad de las naciones, y disminuir la suma de los abusos, no las revoluciones populares, que sólo sirven para empeorar su suerte.

Apuremos la materia. Supóngase el caso rarísimo de una opresión absoluta, constante y sistemática. Más claro: figuremos un príncipe que por capricho muda las leyes fundamentales del Estado y altera sus institutos o costumbres venerandas; que proscribe o subvierte la religión de sus súbditos o hace innovaciones que afectan esencialmente a su bienestar y seguridad; que desprecia cuantas representaciones se le dirigen y persigue a sus autores; en una palabra, que es un monstruo de ferocidad, de esos que, de tarde en tarde, por fortuna del género humano, producen los siglos, ¿qué derecho tienen entonces los gobernados? A un monarca de esta especie debe considerársele como a un demente; y, por lo tanto, deberán las autoridades y corporaciones que más influyen en la dirección de las cosas públicas, ponerse de acuerdo y ver cómo proveen a este mal, ora nombrando una regencia, ora colocando al frente de la nación al inmediato sucesor, de modo que, a ser posible, no tome parte el pueblo, ni haya efusión de sangre. No queremos que tome parte el pueblo, porque, como dijo el filósofo, «una vez enfurecido no tiene medida  en la crueldad, y es arrastrado a monstruosidades que afligen al hombre de bien y contentan al malvado».

LA ESPERANZA