Animalitos y princesas

Resulta innegable la influencia que Disney ha tenido sobre las últimas generaciones, así como los incólumes recuerdos que algunos guardamos de muchos de sus personajes, que despertando bellos —a veces duros— sentimientos en el espectador, llevaban a los niños a amar las cosas nobles de la vida, como los amores perdurables, la estética monárquica o la importancia de la familia.

Sin embargo, también resulta innegable que todas sus historias de amor terminaban justo cuando comenzaba el amor cotidiano, que la estética monárquica, en un mundo de animales personificados —muchas veces más humanos que los propios hombres— era algo postizo, incluso un oxímoron estético, y que la familia resultaba importante para buscar la identificación personal de los espectadores porque las películas iban dirigidas a un público donde todavía existían familias.

Por desgracia, el mundo ha seguido cambiando y la realidad de hoy en día ya no se ajusta a los estándares de hace unas décadas: los contornos de la familia se han desdibujado casi por completo; muchos niños criados por Disney ahora son adultos solteros —polígamos— que mantienen diálogos con sus perros y gatos, y que cuando esos perros y gatos mueren, los entierran y ofrecen sufragios por sus almas para que vayan al cielo; ya no hay princesas que salvar de ningún castillo porque en el mundo ya no hay princesas, sino mujeres con la cabeza rapada y la ingle virilizada; y no se le puede hablar de familia a una generación que ha nacido sin familia, con los padres divorciados, con dos «padres» o con dos «madres», porque esos niños difícilmente llegarían a identificarse con el argumento de las antiguas películas.

En este orden de cosas, los directivos de Disney han desenmascarado su ideología por completo —ya no existen los frenos sociales de antaño— y, en sus últimas reuniones, han decidido que, a partir de ahora, sus próximas series y películas serán relatos pro movimiento LGBTQIA+, los cuales, de seguro, rayarán lo ditirámbico, con el único fin de adoctrinar definitivamente a los niños.

Y no, esta última decisión no constituye en absoluto un giro de timón ideológico, sino que más bien lleva la continuidad ideológica hasta sus últimas consecuencias:

Digamos que, el panteísmo de corte idealista del mundo Disney, que atribuye capacidades de conciencia a todo lo que se menea —y a lo que no se menea, como algunos árboles, también— ha ido calando paulatinamente, ha ido embadurnando a las masas en ideología barata, en fantasías hiperbólicas, en criaturas prometeicas con capacidades salvíficas que siempre logran sus objetivos, que lo consiguen todo a través del ejercicio de su voluntad; así que ahora, en el ejercicio de esta voluntad emancipada que logra todo lo que se propone, es normal que las princesas quieran romper el yugo de buscar un príncipe azul para «casarse» con una meretriz poligonera.

A este respecto, he oído a algunos meapilas afirmar que la deriva de Disney se debe a la secularización de la sociedad. Pero no, el idealismo del Señor Criogénico y Compañía no seculariza, sino que diviniza todo lo profano, miserable, lascivo y rastrero:

No caminamos hacia un mundo sin Dios, sino que caminamos hacia un mundo que adorará prosternado, extático, las vísceras de una rata muerta. ¿Y cuál será su nombre? Mickey.  

Pablo Nicolás Sánchez, Navarra