La descomposición del post-capitalismo

Europa Press

El pasado 1 de mayo celebramos la fiesta de San José Obrero, festividad en honor de nuestro Patriarca, en la cual se imbrica lo teológico con lo económico y lo social.

El R.P. Utrilla, FSSPX, denunció, en su homilía con motivo de dicha festividad, que es de justicia que del trabajo se obtenga lo necesario para la vida, pero que, en cambio, cada vez se hace más frecuente la situación en la que el trabajador, aun con el máximo sudor de su frente, no obtiene aquella remuneración que le permita subsistir decorosamente. Aquí se esconde, por un lado, el castigo del pecado original por el cual, el hombre que necesita del trabajo para su sustento, lo tiene que desempeñar al precio del cansancio y una mayor o menor penosidad. Pero, por otro, se esconde una cuestión económico-social que, como cualquier otra de esta naturaleza, no puede desligarse de lo religioso. Y es que si el hombre tiene el deber de trabajar cuando de ello depende su sustento, también tiene el derecho de que su retribución sea correspondiente a ese deber.

Hace unos años, se comenzó a generalizar, en los Estados Unidos de América, la figura del working poor, es decir, aquel trabajador que, pese a dedicar toda o una parte de su jornada laboral al trabajo (en ocasiones, la coyuntura no da para contratos de jornada completa), no alcanzada a un mínimo de ingresos de subsistencia decorosa para él y para quienes de él dependen. Esta tendencia ha ido en aumento a medida que ha crecido el empleo a tiempo parcial, pues una menor dedicación laboral se corresponde una mayor probabilidad de no alcanzar unos ingresos mínimos. De ahí el interés creciente en la implantación de rentas mínimas de subsistencia, cuya duración será más dilatada, y las condiciones para su acceso, más flexibles.

Una máxima capitalista, de las que están fuertemente enraizada en naciones como la mencionada, dice que con esfuerzo se puede prosperar, pero cada vez más expertos alertan de que la pobreza la heredarán las generaciones venideras al margen del esfuerzo de los padres. La mentalidad pelagiana del esfuerzo personal como puerta al progreso se desvanece por momentos, asfixiada por un sistema tensionado por sus cuatro esquinas, y que reclama a gritos una reducción drástica de la población, cosa en la que ya están sumidos los teóricos enemigos del liberalismo, los globalistas Soros y compañía, así como su red de influencias transnacionales, en una nueva muestra de la necesidad recíproca existente entre capitalismo y social-progresismo.

Hemos entrado en una época que se caracteriza, en el llamado «Occidente», por un progresivo un empobrecimiento de la población. Al estancamiento de los salarios reales en los últimos años, se suma una inflación creciente basada en un incremento de precios en productos de primera necesidad, cuyo coste recae en las familias más desfavorecidas. Esto pone de manifiesto el fracaso, tanto del llamado Estado del Bienestar, que prometió la abundancia de bienes de parte del Estado, como del propio sistema capitalista, que la prometió a través de las bondades del «mercado libre».

Todos estos fenómenos son indiciarios de la transición hacía un nuevo sistema, podríamos decir post-capitalista, aún más polarizado e inestable, donde las desigualdades solamente podrán ser combatidas mediante la eliminación de los «menos iguales» (enfermos, no nacidos, etc.). Los Estados irán perdiendo soberanía y potestad, en parte por haber sido debilitados por el propio liberalismo anti-globalista, pues en realidad lo más globalista es el capitalismo. El monstruo acecha, sin duda, por los dos costados.

Javier de MiguelCírculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia