La religión del posthumanismo

Fotograma de la película "2001. Una odisea del espacio", de Stanley Kubrick, 1968

En un artículo anterior señalábamos algunos ejemplos de «esperanzadoras» utopías antisociales teorizadas en que se materializaba la nueva mentalidad surgida al calor del movimiento cultural del Humanismo. Dentro de su fase última iniciada en el pasado siglo XX, apuntábamos también la existencia de una corriente literaria distópica, fundamentalmente crítica o preocupada con las posibilidades que la tecnología podía ofrecer para la consumación perfectiva, en un futuro próximo, de aquellos procesos de control social totalitario de los que ya estaban siendo testigos sus contemporáneos. Pero, a su vez, se iniciaba por entonces un subgénero que trataba de devolver el optimismo a los lectores de su generación, apelando como siempre –dentro del mismo paradigma humanista– a una inmanentista «redención» por la técnica, pero esta vez no social sino individual, y mezclada normalmente con los postulados naturalistas de la «Teoría de la Evolución», que le presta unos tintes cósmico-misticistas. La idea que subyace en estos escritos, es la de que el hombre puede llegar, en sucesivas transformaciones evolutivas, a alcanzar un nivel máximo superior al humano: el status «posthumano».

Juan Manuel de Prada, en unas páginas escritas para el VI Congreso Mundial de Juristas Católicos (2018) dedicado al tema ¿Transhumanismo o posthumanidad?, recoge una buena selección de libros y autores de este tipo de literatura (generalmente proveniente del ámbito anglosajón). Se echa de menos, no obstante, la mención a la obra «poética» que podría considerarse como modelo icónico de esta ideología «científico»-futurista: 2001. Una Odisea Espacial (1968), dirigida por Stanley Kubrick, quien también se encargaría del guion junto con el novelista y científico Arthur C. Clarke. Es verdad que varias de sus escenas (sobre todo las del final), hacen de ella una película abstrusa; pero la lectura de la novela del propio Clarke, redactada a partir del guion original, no deja lugar a dudas acerca de la intención última de la trama.

Lo vio muy bien el escritor-crítico Román Gubern en su Prólogo a la primera edición castellana del libro (Ed. Salvat, 1970): «Clarke y Kubrick compusieron una historia que abarca la evolución completa de la Humanidad, desde el proceso de hominización de los primates en algún lugar del África, hasta el estadio posthumano que alcanza [el protagonista] al cruzar la Puerta de las Estrellas [= el monolito] y que lo conduce, por mutación biológica, a un estadio superior de la evolución».

Por si aún había alguna duda, el propio Kubrick ratificará dicha intención en una entrevista a una revista francesa (Positif, nº Dic. 68- Ene. 69): «Lo que me ha empujado a escoger este asunto, en vez de otro, es que muchos sabios y astrónomos creen que el Universo está habitado por la Inteligencia. […] La imaginación se desencadena libremente cuando se considera lo que podría ser la evolución última de la inteligencia […] en millones de años. […] Lo que también me ha fascinado es que, cuando se trata de imaginar las posibilidades de la inteligencia en un millón de años, uno se da cuenta de que la vida alcanzará varios niveles. En primer lugar, la inmortalidad biológica. Los químicos piensan que se puede detener con medios químicos el envejecimiento de las células, e incluso revertir su proceso. […] En una etapa siguiente […], las máquinas-inteligencias desempeñarán un primer papel en [la Tierra]. […] Tendremos un mundo en el que las máquinas serán más útiles que los hombres, porque […] dispondrán de toda la experiencia que es posible registrar. En una etapa final, se llegará a entidades que tendrán un conocimiento total y podrán convertirse en seres de energía pura, en una especie de espíritus. Tendrán probablemente una potencia casi divina: comunicación telepática con todo el Universo, dominio completo sobre todas las materias, capacidad para hacer cosas que hoy se atribuyen solamente a Dios. Eso es lo que me fascinó en el tema, es el fondo de la película y su razón de ser».

Al margen de adornar o no el cuento con las tonterías de seres extraterrestres, las palabras del director británico sintetizan perfectamente el núcleo esencial de la ideología posthumanista. Con razón J. M. de Prada subraya que todo esto no es más que la recuperación para nuestro tiempo de las mismas falsedades del antiguo gnosticismo (contrario a la materia en general, y al cuerpo humano en particular), y, en definitiva, un burdo remedo paródico del dogma de la resurrección de la carne y de las dotes con que Dios adornará los cuerpos inmortales de los bienaventurados cuando sus almas se reúnan de nuevo con ellos: impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza (según nos enseña el Catecismo Romano de San Pío V, Parte 1ª, Cap. XII, §13). Frente a toda esta bibliografía, resulta recomendable la lectura del drama Seréis como dioses (1954) de G. Thibon, que pone en evidencia las falacias de una «fe» que, irónicamente, teniendo su origen (o retorno) en el Humanismo y su exaltación del hombre, lo reduce a un mero eslabón entre un mítico antepasado simiesco y un fantasioso «superhombre» del futuro.

Félix M.ª Martín Antoniano