Según datos recientes emitidos por la CEE, en los últimos diez años la Iglesia católica ha perdido en España 2.387 sacerdotes (el 12,3 % del total) y 2.160 monjas de clausura (el 19,8 % de ellas). El curso pasado se alcanzaba la cifra más baja de seminaristas.
Casi diez años después de la clausura del Concilio Vaticano II, el 15 de junio de 1974, Leopoldo Eulogio Palacios publicó un pequeño artículo por la muerte de Maritain en el que, entre otros asuntos, comentaba:
«Hoy vemos que, gracias al apoyo oficial, una doctrina (el humanismo integral de Maritain) (…) ha logrado desbancar la labor de muchos siglos de teología. (…). El ideal de la nueva cristiandad ha sido puesto en ejecución por Pablo VI (…). Dios ha permitido que se hiciera esta experiencia, que ha resultado, ¡ay!, triste experiencia. El fracaso está a la vista. Más de 20.000 sacerdotes han abandonado su ministerio. Otros van disfrazados de seglares. La tradicional misa latina ha sido babelizada y sometida después a podas e injertos de estilo protestante. Se cierran, faltos de alumnos, los seminarios. (…) y muchas veces parece que la Iglesia no tiene ya más misión que la de ponerse a arreglar este mundo. Cosa nada extraña, pues la novedad del catolicismo posconciliar consiste en su voluntad de incorporar a la religión teocéntrica el caudal del humanismo secularizador (…), y esta incorporación pone tierra en las alas de la paloma divina».
En 1985, Ratzinger expresaba en tono dolido la mala acogida de un libro suyo llamado Informe sobre la fe. En éste presentaba algunos aspectos de la devastada situación de la Iglesia, después de dos décadas de tozuda aplicación de la estrategia postconciliar:
«El grito de oposición que se levantó contra ese libro sin pretensiones, culminaba con una acusación: es un libro pesimista. En algún lugar se intentó incluso prohibir la venta, porque una herejía de este calibre sencillamente no podía ser tolerada. Los detentadores del poder de la opinión pusieron el libro en el Índice. La nueva inquisición hizo sentir su fuerza. Se demostró una vez más que no existe peor pecado contra el espíritu de la época que convertirse en reo de una falta de optimismo. La cuestión no era: ¿es verdad o no lo que afirma?, ¿los diagnósticos son justos o no? Pude constatar que nadie se preocupaba en formular tales cuestiones fuera de moda. El criterio era muy simple: o hay optimismo o no, y frente a este criterio mi libro era, sin duda, una frustración».
Es llamativo el calificativo que Ratzinger le aplica al libro publicado: sin pretensiones.
Me pregunto qué tipo de ruina debería asolar a la Iglesia para que un eclesiástico, con la responsabilidad que Ratzinger tenía en ese momento, llegue a tener alguna pretensión por denunciar el estado de devastación en el que se encuentra la Iglesia y también proponer alguna solución.
Hoy nuestros prelados siguen en la línea sin pretensiones… ¿Alguien entonará un Mea culpa?
Belén Perfecto, Margaritas Hispánicas