La subsidiariedad, una navaja de doble filo

EFE

Con mucha frecuencia escuchamos en los ambientes católicos y tradicionalistas la invocación del principio de subsidiariedad. Sin embargo, la multiplicación de realidades políticas o aparentemente políticas que lo asumen nos hace preguntarnos si, bajo el mismo término, se esconde una mimetización latente entre realidades contrarias, disfrazadas con idéntica denominación.

El pensamiento católico ha sostenido el término desde la lectura del orden natural. La disposición de las realidades de forma jerárquica para conducirlas al bien común implica que cada una de ellas extrae el criterio moral del orden o, mejor, del lugar que ocupa en el orden. De esta forma, el orden político es integrado por multitud de entes sociales que son articulados por la virtud política para encaminarlos hacia el bien común. Éstos, al integrarse en el orden, asumen un criterio moral de acción que lo condiciona y enjuicia, dado que, sin la regla nacida de la realidad ordenada, no podrían, por sí mismos, alcanzar el bien común. La subsidiariedad señala la importancia de diferenciar las realidades integradas en el orden político para evitar el magma moderno del estatismo.

Sin embargo, esta intención histórica de la doctrina social de la Iglesia queda muy influenciada por el momento histórico. El siglo XIX se erige en el momento de consolidación del estatismo moderno, y la Iglesia clama contra ello en nombre de la subsidiariedad. Esta contextualización no la realizo para restarle valor a la doctrina, como es propio del moderno teológico, sino para que se comprenda mejor el fenómeno que hoy acaece.

El liberalismo comunitarista, al realizar la lectura del pensamiento católico a través de su doctrina social, ha pervertido gravemente los términos, señalando que el combate contra el estatismo era un combate en pro de la sociedad. Puede que el error táctico de lemas anarquizantes tipo más sociedad, menos Estado, pueda avalar esta tesis; pero eso son cuestiones tácticas, no teóricas. Es decir, son aplicaciones ―infelices e incorrectas― de la doctrina, pero no la doctrina en sí.

La separación sociedad y política, realizada por el liberalismo comunitarista, es inaceptable para el pensamiento católico. Primeramente, por su concepción anarquizante que ve la política como un mal necesario, cuando en realidad es virtud moral prudencial inseparable de la naturaleza social humana. Además, esta concepción esconde un cierto contractualismo, que sostiene que existe la sociedad cuando los individuos así lo desean, desligándose de ella cuando lo estimen conveniente. Por último, el bien común desaparece, y es confundido con el bien individual o, a lo sumo, con los bienes de los diferentes grupos, sectas, iglesias, comunidades… que integran la falsa sociedad comunitarista, de matriz norteamericana.

En este orden, invocan la subsidiariedad como una especie de arma arrojadiza que le devuelve el poder a los individuos o a la sociedad, privando del mismo a la política. Esto es no sólo incorrecto, sino inmoral. Ciertamente, el poder político puede caer en abusos que tenemos la obligación de resistir. Pero la resistencia no puede implicar un traspaso bipolar esquizofrénico del poder entre grupos que acaben desgarrando la unidad social en nombre de las identidades concretas grupales.

Así, tenemos el deber de purificar la subsidiariedad de contaminaciones modernas que la perviertan, que ahonden en el mal que nos acecha y corrompen el legado de la doctrina católica, único remedio para salir de la crisis moderna.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense