Aladino y el Sínodo Maravilloso

Fotograma de la película «Aladdin»

El pleonasmo pertenece a eso que llaman «recursos literarios»; no es, tal vez, el más elevado ni el más sesudo, pero la aliteración, por ejemplo, resulta ridícula, rechazable, rebuscada y rimbombante en castellano, y escritores como García-Vao abusan impunemente, así que no nos pongamos demasiado severos.

Los recursos literarios, las licencias poéticas, las figuras de estilo, tienen también su hábitat natural. Una infame turba de nocturnas aves puede convenir en un poema de Góngora; como los tahúres muy desnudos que con dados ganan condados pueden aparecer, con toda naturalidad, en versos de Quevedo. Los usos extemporáneos del futuro de subjuntivo, combinados con expresiones de la jerga de la calle, a la Tierno Galván, pueden quedar, a lo sumo, pintorescos en un discurso. El uso de la metáfora, totalmente prohibido en la generalidad de las ciencias, puede hallar su acomodo en esa singular ciencia que es la Teología (cfr. Iª, q. 1, a. 9). La sorpresa y la desconfianza serían legítimas si un letrado presentase una demanda escrita en alejandrinos o si un artículo de la prestigiosa The Lancet abusase del hipérbaton.

Que el «magisterio» reciente se parece más a un poemario de calidad medianeja que a una tesis filosófica es una verdad bastante conocida. ¡Ay, quién hallara aquellas encíclicas tan precisas y, no obstante, tan floridas, de un León XIII! Pero lo que nos toca en nuestro tiempo son las encíclicas francisquistas, que tienen más afinidad con el pop romanticón para quinceañeras que con la filosofía; incluso si nos referimos a la filosofía contemporánea.

Supongo que todo, o casi todo, se debe a una bienvenida con los brazos abiertos a cierta mentalidad comercial, publicitaria, a una cierta necesidad de cultivar una «imagen de marca», a una «estrategia de marketing» que ha llevado a la Santa Madre Iglesia a adoptar una interesante política de elaboración de breves eslóganes publicitarios fáciles de retener y de divulgar y fáciles de aplicar a cualquier género de situación vital, sea el interesado católico o no. Es la nueva teología de entrevista en el avión, donde no hay lugar para aburridos silogismos, analogías ni reducciones al absurdo, sino únicamente simpáticas charlas entre colegas: Francis & Friends, donde el gurú del grupo, el colega del vestido blanco, nos da sus agudas opiniones sobre la actualidad política y eclesial.

O la teología del aforismo, pues ahora que la Iglesia ha descubierto la ancestral y sintética sabiduría de Confucio, nos hemos dado cuenta de que no hacía falta el monumental ladrillo de la Suma Teológica de Santo Tomás para explicar nuestra fe, sino que bastan cuatro frasecillas ingeniosas, como ésas que los chinos meten en las repugnantes galletitas de la suerte. O como ésas que los occidentales ponemos en los azucarillos.

O la teología de titular de El País, un justo medio entre la retórica revolucionaria y ese entrañable casposismo burgués tan propio de la izquierda española de la hoz y el Martini y el corazón a la izquierda pero la cartera a la derecha. Porque el ecologismo Laudato si’ es muy progre y muy revolucionario, pero los pasos de gigante que se están dando para legitimar el divorcio católico (sobre todo a partir de Amoris Laetitia) son, como todo lo que tiene que ver con el divorcio, un rancio tributo a la más rancia burguesía que, si se caracteriza por algo, es por buscar siempre la mayor facilidad y el mínimo esfuerzo en todas sus empresas.

Porque lo cierto es que, hablando de empresas, la Iglesia del s. XXI cada vez funciona más como una gran multinacional: pretende desbancar a Coca-Cola como la gran vendedora de felicidad embotellada; coopera en foros económicos muy siniestros ―tan siniestros como para estar presididos por una miembro de la inefable dinastía Rotschild― junto a directivos de grandes compañías por la consecución de un capitalismo inclusivo (ojalá fuese broma); y, sobre todo, como siga perseverando en su impune abuso de la cursilería y de los colores chillones como su principal modo de presentarse en sociedad, podría acabar en los tribunales acusada de espionaje industrial por parte de la Disney.

Una película de la Disney es otro ejemplo de producción artística en la que es perfectamente legítima la introducción de figuras de estilo, incluso de las más rocambolescas. Se trata de atraer la atención de un público, en sí bastante fácil, porque su atención es extraordinariamente volátil y es muy fácil atraérsela; pero también bastante difícil, porque su atención es extremadamente volátil. En teoría, los fieles católicos han superado, en la mayoría de los casos, la etapa pueril. Pero yo ya no aseguraría nada…

Cuando, por ejemplo, en Aladdin el Genio hace su aparición en la cueva, nos entretiene con una simpática canción-presentación (que podría pasar perfectamente por un spot publicitario), en la que se repite, machaconamente, el eslogan de la casa: «No hay un Genio tan genial». Alfombras voladoras, monos, colores brillantes, fuegos de artificio, todo contribuye a justificar una tan poco modesta tarjeta de visita.

Las fórmulas de composición de eslóganes empresariales son diversas y con grados muy diferentes de éxito: a mí me gustaba mucho aquel anuncio de aires acondicionados Fujitsu, tan silenciosos que la señorita que ponía la voz en off podía decir: «Fujitsu: el fujitsu». Jamás me he comprado ni me compraré un aire acondicionado, pero la campaña publicitaria fue todo un éxito, porque ya ven que me acuerdo. Se recuerda, generalmente, también la publicidad de Pescanova, que era una empresa que le caía bien a todo el mundo en España, con su simpático grumete de impermeable amarillo, su pleonásmico eslogan «lo bueno sabe bien» y la maroma que regalaron a la Catedral de Santiago de Compostela para colgar el Botafumeiro. Y ¿qué decir del turrón 1880, «el más caro del mundo»? ¡140 años conquistando los paladares españoles por un inconfesable deseo de aparentar!

Todo esto está muy bien. En realidad, no, pero está razonablemente bien en su contexto, que es el del comercio y la producción industrial de cosas más o menos útiles. El contexto de la Iglesia no es ése en absoluto; a menos que me encuentre en un gravísimo error, claro. Que San Pedro fuese pescador antes de ser Papa no le aporta ninguna semejanza adicional con el CEO de Pescanova, quien probablemente no sepa pescar, por otra parte. Tampoco pienso que el hecho de que Su Santidad Francisco sea de Buenos Aires le aproxime en nada al Director de Ventas de Fujitsu.

Por eso, no deja de sorprenderme la mercantilización de la imagen de la Iglesia. Estamos transidos de digitalizaciones, sobreexposición en redes sociales [un vistazo a la cuenta de Instagram del Seminario Diocesano de Madrid haría perder la fe al más pintado] y, en general, una disminución radical del nivel de las comunicaciones escritas y orales de las «caras visibles» de la Iglesia, que condensan su teológica sabiduría en frasecitas de Twitter ―o de galleta de la fortuna―.

Ejemplo estelar de esta infantilización more Walt Disney está siendo el Sínodo de los obispos, iniciado el año pasado y cuya finalización está prevista para el año 2023. No me hace falta saber de qué se está hablando, cómo y por quién, para saber que va a ser una tontería; una tontería peligrosa, tal vez, pero una tontería. ¿«Sínodo de la Sinodalidad»? ¿Estamos de broma? Sólo podría tomármelo en serio (como me tomo en serio las películas de Disney, pero ni más ni menos), si en la apertura solemne de la primera sesión Francisco, el cardenal Grech y la caterva de féminas nombradas para puestos directivos de la Congregación de los Obispos (entre los que no está, craso error, la obispesa lesbiana de Estocolmo) nos presentara el evento con una simpática cancioncilla que repitiese machaconamente: «¡No hay un Sínodo más sinodal!».

G. García-Vao