Algunas notas sobre «El liberalismo es pecado» (I)

Retrato del Pbro. Félix Sardá y Salvany

Al parecer, se anuncia una nueva reedición de la famosa obra «El liberalismo es pecado», del Sacerdote catalán Félix Sardá y Salvany, aparecida por primera vez en 1884. Aprovechamos, pues, la ocasión para hacer algunas reflexiones críticas sobre la tesis esencial del libro desde un criterio estrictamente católico.

No nos parece superfluo acometer esta tarea, ya que el libro sintetiza bien la posición oficial defendida por el Vaticano en sus relaciones diplomáticas con los nuevos Estados abortados en el ámbito occidental a partir de la Revolución «francesa»; posición que bien puede calificarse de ultramontana o catolicista, en contraposición a la diferente actitud adoptada por los católicos legitimistas, y que generó en el seno de la sociedad española la llamada cuestión de la «unión de los católicos», objetivo principal buscado por la susodicha posición política vaticana. El problema, claro está, se encuentra en saber en qué consiste realmente aquello que se llama liberalismo, y, por tanto, cuál debe ser la actitud coherente de un católico español ante la nueva situación creada por el advenimiento en 1833 del Estado o Nación como nuevo sujeto soberano.

Detalle de la portada de una edición de 1887

Creemos que el meollo de la discusión está recogido en las pocas páginas que integran los Capítulos XII y XIII del libro, en donde se consagra la tesis doctrinal del ultramontanismo: la substancial indiferencia, no ya sólo en la cuestión de la persona legítima titular de la potestad suprema española (que ni siquiera se plantea), sino incluso respecto a la forma política española.

Dice Sardá en el Capítulo XII: «No son ex se Liberalismo las formas políticas de cualquier clase que sean, por democráticas o populares que se las suponga. Cada cosa es lo que es. Las formas son formas, y nada más. […] Tales [formas] pueden ser perfecta e íntegramente católicas. Como acepten sobre su propia soberanía la de Dios y reconozcan haberla recibido de Él, y se sujeten en su ejercicio al criterio inviolable de la ley cristiana, y den por indiscutible en sus Parlamentos todo lo definido, y reconozcan como base del derecho público la supremacía moral de la Iglesia y el absoluto derecho suyo en todo lo que es de su competencia; tales [formas] son verdaderamente católicas, y nada les puede echar en cara el más exigente ultramontanismo, porque son verdaderamente ultramontanas». Y concluye un poco más adelante: «Un Gobierno, de cualquier forma que sea, es católico si basa su Constitución y legislación y política en principios católicos; es liberal si basa su Constitución, su legislación y su política en principios racionalistas. No en que legisle el Rey en la Monarquía, o en que legisle el pueblo en la República, o en que legislen ambos en las formas mixtas, está la esencial naturaleza de una legislación o Constitución; sino en que se haga o no se haga todo bajo el sello inmutable de la fe y conforme a lo que manda a los Estados como a los individuos la ley cristiana. […] los Estados pueden ser católicos, sea cual fuere la clasificación que se les dé en el cuadro sinóptico de las formas gubernativas».

En el Capítulo XIII siguiente, intenta matizar un poco la tesis indiferentista, y afirma que está justificado el rechazo que manifestaron los realistas españoles hacia las nuevas formas políticas traídas por la Revolución, porque, aunque éstas no sean liberales ex se o en teoría (como sostenía en el Capítulo anterior), sí lo han sido de hecho o en la praxis en el caso español, y sólo por este motivo estaba justificado el alzamiento de los realistas contra ellas, «porque cierto natural instinto decía, aun a los menos avisados, que las nuevas formas políticas, en sí inofensivas como tales formas, venían impregnadas del principio herético liberal, por lo que hacían muy bien en llamarlas liberales. […] Erraban, pues, ideológicamente hablando, nuestros realistas, que identificaban la Religión con el antiguo régimen político, y reputaban impíos a los constitucionales; pero acertaban, prácticamente hablando, porque, en lo que se les quería presentar como mera forma política indiferente, veían ellos, con el claro instinto de la fe, envuelta la idea liberal».

A su vez, añade otros argumentos para mitigar el indiferentismo desplegado en el Capítulo anterior, diciendo: «Tampoco es rigurosamente exacto que las formas políticas sean indiferentes a la Religión, aunque ésta las acepte todas», y dedica a continuación unas líneas a dar razones especulativas de por qué la forma monárquica es preferible a las otras. Por último, aduce como motivo para rechazar las nuevas formas populares el que éstas son teóricamente más proclives, según él, para la implantación del liberalismo.

Como se puede observar, todo el planteamiento se desarrolla en un plano puramente racional o teorético, donde no cuenta para nada la cuestión que consideramos básica y primordial para entender la verdadera disyuntiva entre una actitud genuinamente católica y otra liberal: la cuestión concreta española en su dimensión jurídica, es decir, de defensa del derecho.

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano