La idea central de este artículo se la debo a un buen y viejo amigo que ha dedicado toda su vida a cosas tan absolutamente innecesarias para el Progreso como son las lenguas muertas. Tras muchos años intentando aprender de él, con mi torpeza habitual, un poco de su vasta ciencia helenística y latinística, descubrí, en una valiosa lección sobre las figuras literarias en el corpus griego, que mi amigo y profesor era, además, un gran conocedor de la poesía.
En cierta ocasión, tomando un café, fumando y arreglando el mundo, que son las tres actividades principales de toda amistad digna de su nombre, me sorprendió con un panegírico de Federico García Lorca, del que deploró «sus dos muertes». Le encantaba y le encanta dejarme perplejo; lo cual no tiene nada de sorprendente porque «perplejo» es mi estado de ánimo habitual:
«- ¿De qué dos muertes estás hablando?
– Gildo, a Lorca le mataron dos veces: la primera, los azules y la segunda, los rojos».
Y, en efecto, resulta que a Lorca le mataron dos veces.
Caballito negro, ¿dónde llevas tu jinete muerto?
En 1936, un puñado de falangistas, aunque no hay muchas certezas sobre sus identidades, se llevan a Lorca de casa del poeta Luis Rosales, donde estaba refugiado, y le fusilan, acusándole de socialista, masón y homosexual. Hay, al parecer, un escueto informe, elaborado a petición de la escritora francesa Marcelle Auclair (conocida por una magnífica vida de Santa Teresa de Jesús), donde se indican sucintamente las referidas acusaciones, con el añadido de que el poeta «confesó», aunque no se especifica qué. El hecho bruto es que Lorca fue injustamente asesinado, hecho reconocido y lamentado incluso desde el bando nacional, al que pertenecían muchos de sus amigos, como el citado Luis Rosales y el filósofo Joaquín Amigo (que lo era de ambos), despeñado por los milicianos desde el Tajo de Ronda…
Tienen, por eso no lloran,/ de plomo las calaveras.
Algo más de cincuenta años después de la muerte del poeta, los «suyos» (¡ya quisieran ellos!) están en el poder en España y aprueban la primera de una larga y de calidad siempre decreciente serie de leyes de educación, destinadas a hacer de los jóvenes españoles lo más memos posible. Con el resultado (verificado en repetidas ocasiones por el profesor arriba mencionado) de que el alumno medio de la secundaria española es perfectamente incapaz de comprender una metáfora lorquiana de las más sencillas:
Caballito frío. ¡Qué perfume de flor de cuchillo!
Sí: a Lorca también le mataron los rojos, los «suyos», que han logrado aborregar de tal modo a la población que resulta difícil encontrar quien pueda leer a Lorca sin que se le caiga de las manos.
Ni soy muy viejo ni he pasado más tiempo del estrictamente necesario en el seno del sistema educativo español y, a pesar de ello, he conocido cuatro reformas de la Ley Orgánica: LOGSE (1990), LOCE (2002), LOE (2006) y LOMCE (2013). Y quizá les parezca chocante que, de todos los aspectos catastróficos de la legislación educativa española, me vaya a centrar en la literatura, en lugar de hacerlo en la historia o en la filosofía. Pero hay plumas mucho mejores y más autorizadas ocupándose de esos asuntos, graves, importantes y que atañen a los fundamentos de la Causa y de la cosa pública. Mis aspiraciones son más modestas y, tal vez, peligrosamente idealistas. Creo y siempre he creído, que cada sociedad tiene el arte que se merece: nuestra sociedad es fea, muy fea y en lugar de sorollas, polifonía y conceptismo, tenemos graffitis, trap y cosas que se llaman haikus pero que están escritos en español. Conversamente, albergo la secreta e íntima, aunque injustificada convicción de que es posible, hasta un cierto punto, arrancar nuestra sociedad en descomposición del vertedero moral en el que se reboza, por el recurso constante e insistente a la Belleza.
¡Si mis dedos pudieran/ deshojar a la luna!
Pero es que yo luego seguí pensando en lo que me dijo mi viejo amigo… Y pensé y pensé. Y me dije que, aunque ya no nos hablen de Lorca el poeta, ni de Lorca el dramaturgo, sí que nos hablan, aún, mucho de Lorca. Porque, es cierto que si uno le dice a un ministro de Educación socialdemócrata (sea del PP o del PSOE) que la luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos, lo malo no es que no sabrán que es el comienzo del Romance de la luna del granadino. Es que no sabrán lo que es un polisón; ni un nardo. Y, como se trata de un ministro de extracción y educación urbanita, lo mismo ni sabrá lo que es una fragua. Y, sin embargo, ¡hay que ver cuánto nos hablan de Lorca…!
Me gustó mucho, hace unos años, una película bastante rara que se llama Nuestro último verano en Escocia, que narra con bastante candidez (nada impostada, además), cómo una familia bastante disfuncional –por posmoderna– se enfrenta a los últimos días de vida del abuelo. La narración se centra en sus tres nietos pequeños quienes, según parece, no aprendieron ni una sola línea de guión sino que, antes de rodar cada escena, el director les explicaba lo que se suponía que debía pasar y ellos reaccionaban como se les iba ocurriendo a los hechos y a las interpelaciones de los adultos. El resultado es francamente interesante. En una escena, el abuelo se lleva a sus nietos a la playa y en el camino se encuentra con una vieja amiga y vecina que cría avestruces y que convive con otra vieja amiga y vecina. Hechas las presentaciones, el abuelo pregunta a su nieto mediano «¿tú sabes lo que es una lesbiana?», a lo que el crío responde, «¿alguien de Lesbia?». Nada desencaminado, por cierto… No quiero entrar hoy en consideraciones morales. Simplemente me gustaría llamar la atención sobre hasta qué punto en nuestros días nuestras existencias se ven absolutamente condicionadas por el hecho de tener que llevar unas etiquetas u otras. Si tiene uno la «desgracia» de ser varón, heterosexual, blanco y fiel de la religión mayoritaria, como un servidor, corre el riesgo de ser inmediatamente etiquetado, además, por el Ministerio de Igualdad como un probable victimario de violencia de género. Esto no me lo estoy inventando en absoluto. Si, por el contrario, tiene Vd. la «suerte» de ser homosexual –y, actualmente, mejor aún si se es transexual– gozará Vd. de patente de corso en todas sus empresas, amén de inmunidad social ante las críticas, a las que siempre podrá responder con un tragicómico «¡homófobo!», que condene a su crítico a la muerte civil automática.
Quizás haya homosexuales que, por ser mediocres también en otros aspectos de sus vidas se complazcan en esta exaltación popular de sus personas por el único mérito de su desordenada lujuria. Dudo muchísimo que Lorca perteneciese a esta clase. Creo que Lorca habría sido lo bastante hombre para negarse a convertirse en el abanderado de una causa tan menor; porque Lorca era un poeta y un socialista y su causa era la de los pobres y desheredados y la de los analfabetos y olvidados, no la de los burgueses aburridos que ya no saben qué hacer para satisfacer su salacidad. El Lorca-icono LGTB es la tercera muerte de Lorca; quizá la más lamentable de las tres. De todas las víctimas injustas de la Guerra Civil y de sus aledaños, Lorca no tiene más motivo para ser elevado a la categoría de mártir que otros. Si se le escogió como tal fue porque, como publicó el diario falangista Unidad algunos meses después del crimen «a la España imperial le han asesinado su mejor poeta». La muerte literaria de Lorca fue un daño colateral, una entre muchas muertes literarias en el seno de una generación que no atinaría a distinguir un endecasílabo de un tuit ni aunque se le señalara con aquella flecha de fe, saeta de esperanza que hay en Silos… Pero reconocemos, aún, incluso los hijos de la LOGSE, que Lorca es un gran escritor, aunque no sepamos de qué.
La tercera muerte de Lorca ha sepultado su obra, fundamental aportación a la historia de la literatura española, bajo la fea lápida de un marginal aspecto de su vida, contribución desdeñable, incluso para la historia de la homosexualidad.
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos…
– Sí, sí… Pero, ¿tú sabías que Lorca era maricón?
G. García-Vao