Ha sido encender el televisor y observar a una jauría de jubilados que, aburridos de dejar que los días se deslicen hasta la noche, acudieron a la Zarzuela y recibieron con entusiasmo histriónico a su amadísimo Juan Carlos de Borbón y Borbón, también conocido como Corinno I. Algunos de ellos vestían con prendas del color de la enseña de la Patria, con pulseras, collares, gorras, calzoncillos, bragas, sostenes, calcetines, camisetas, polos y camisas rojigualdas, y recibían al emérito «Jefe» —que para ser jefe hay que mandar sobre alguien— del Estado como en sus tiempos mozos recibían al General Franco, es decir, al borde del éxtasis, levitando, llorando y regando el suelo de babas.
En verdad, un caso de estudio interesante para cualquier exorcista.
Y es normal que así lo hagan, dado que Corinno I es el emblema de continuidad entre el franquismo y el constitucionalismo actual, la continuación del Estado artificial y burocrático que vuela sobre todos nosotros y que legisla según su propia voluntad, o dicho de otro modo, según su Razón de Estado: en un primer momento la Ley trató de agradar a los fascistas; luego se adhirió a la Iglesia y abrazó, en parte, sus enseñanzas; después se excitó sobremanera aprobando la libertad religiosa; y, por último, acabó convirtiendo a los médicos en carniceros —que mutilan gónadas con perspectiva de género—, y a los hospitales en mataderos donde se asesina tanto al feto como al viejo hastiado que odia vivir. Además de que, como los tiempos cambian y la misma Iglesia posconciliar intentó pegarse un tiro en el paladar, pues el Estado, como todo moderno darwinista, lucha por su supervivencia, evoluciona, y pasamos del Misal, el Rosario y el velo a la época del destape en un abrir y cerrar de ojos. Por eso, lo que les sucede a muchos entusiastas de Corinno I es que el recuerdo consiste en volver a pasar lo pretérito por el corazón, y ellos ven en Corinno a Franco rodeado de obispos fieles al «Movimiento».
Por el momento desconocemos la capacidad de fidelidad que tenía Franco —la de Corinno hemos comprobado empíricamente que es nula—, y es probable que Franco solo se fuese fiel a sí mismo o a la conveniencia del Estado que dirigía; pero, al menos en apariencia, podemos afirmar que fue un militar fiel a la dinastía equivocada. O no tan equivocada, puesto que solo esa dinastía espuria podía continuar con la obra de construir el armatoste estatal que hoy en día padecemos y, de esa manera, a través del Cazador de elefantes, dejar todo «atado y bien atado»: contentos los rojos, que, por fin, como buenos cleptómanos, podían ir al Parlamento a arañar sueldos; y contentos los democristianos —demobarrabásicos—, que seguían teniendo «Rey», igualito a Isabel y Fernando.
En el fondo de mi corazón solo espero que lo contemplado en el televisor no haya sido un simple acto de adultos con un cuadro patológico de enajenación mental supina, de esquizofrenia colectiva o de oligofrenia social, sino que, frente a la inminente caída de lo poco que queda de monarquía, esto es, la simbología —ya se está anunciando un documental televisivo donde van a poner a parir a Corino y a su progenie conocida—, son gente con anhelo de un poder personal, real y efectivo, de un poder que, tal y como ninguno hemos decidido estar vivos, no se pueda elegir, pues esa es una de las grandes virtudes de la Monarquía:
El Monarca nace o hereda esa condición, no necesita medrar ni venderse para alcanzarla, y eso constituye un auténtico muro de contención frente a los poderes enemigos que tratan de aprovecharse del pueblo. El Monarca no necesita aceptar chantajes para llegar al poder porque ya está en el poder. El demócrata, en cambio, para llegar a gobernar se tiene que vender a esos poderes y que esos poderes le acomoden el sillón del despacho. Corinno I no es Rey porque no gobierna y, de hecho, nunca ha gobernado —a él solo le gobierna la ingle y por eso siempre ha actuado como un pagafantas arquetípico, de esos que le regalan mil y un obsequios a las mujeres cuando se sienten ignorados—, y no es Rey porque, al igual que Franco, estaba vendido a los hechos coyunturales, a los poderes del mundo, por lo que ambos siempre se movieron con astucia y conveniencia: por Razón de Estado.
Sólo espero que, si en Corinno I queda todavía algo de carácter español, antes de morir nos regale una buena memoria costumbrista, a modo de novela, donde recoja sus muchos y muy picantones líos de faldas, así como una buena colección fotográfica de sus trofeos de caza.
Pablo Nicolás Sánchez, Navarra