Ya en los primeros enunciados de su libro, D. Andrés dejaba bien claras las razones de la pasada contienda: «Los nombres augustos de Dios y el Rey han sido el lema escrito en las banderas realistas tremoladas desde el año 1821 en los Pirineos de la siempre fiel Navarra para defender a todo trance el Sacerdocio y el Imperio, únicos baluartes contra la impiedad y la anarquía». Y resume el pronunciamiento de Riego diciendo que «el Rey y la nación, sorprendidos con los amagos de una revolución funesta, corrieron luego al auxilio de las armas para apagar las llamas del incendio en su propio nacimiento, pero en vano: los ejércitos que ocupaban las plazas estaban ya conformes en los planes de la revolución, y, lejos de defender a su Rey, como debían, fueron los primeros que tremolaron los estandartes de la rebelión». Y subraya que se obligó «a los pueblos, con amenazas de muerte, a que solemnizasen y aceptasen [la Constitución] con juramento. Pero debemos confesar, en obsequio de la lealtad española, que ninguna de sus ciudades, villas ni lugares prestó libremente su voto o consentimiento en favor de los rebeldes, sino amenazada y obligada a viva fuerza por los mismos». Y remata: «unos pocos rebeldes, prevalidos con las armas de un ejército seducido y sobornado para el efecto, proclamaron [el sistema revolucionario llamado constitucional].
Este acto escandaloso de la más alta traición contra la forma esencial de un gobierno legítimamente establecido desde la antigüedad más remota, reconocido y jurado por todos los españoles, fue el principio fatal que produjo la desunión, la anarquía, la guerra civil, y la desolación de nuestra patria». Comenta Gambra que durante el primer año tras la traición, «se vivía en España un estado de guerra latente con extrema excitación de ánimos y desórdenes diarios», poniendo, como ejemplos, la promoción de movimientos públicos de carácter realista; una conspiración de eclesiásticos y militares en la Corte en Abril para el restablecimiento del poder regio; otra conjura de Bazo y Erroz, Secretario y Capellán del Rey respectivamente, en Julio, en el mismo sentido; la intentona de los Guardias de Corps en la noche del 8 al 9 de ese mes; la conspiración del Capellán de Honor del Rey Matías Vinuesa en Enero de 1821; aclamaciones de «Viva el Rey», sin el añadido de «constitucional», lo cual se consideraba grito subversivo; atentados contra las placas constitucionales que se habían erigido en las Plazas Mayores o Consistoriales de muchos Pueblos; tumultos populares realistas frente a las provocaciones de las nuevas «autoridades» constitucionales impuestas en varios Municipios, o de las recién creadas Milicias Nacionales; etc.
Pero ya desde finales de 1820, y, sobre todo, a partir de la Primavera de 1821, «coincidiendo con el principio de la Cuaresma», se multiplican –indica Gambra– «las partidas aisladas de guerrilleros realistas, [llevando] para esta época el ambiente de insurrección por toda España», y conducidas, no sólo por cabecillas civiles o militares (estos últimos, normalmente, retirados y/o de graduación subalterna), sino también de no pocos Sacerdotes (el cura de Foronda en Álava, el cura Merino en Burgos, el cura Salazar en La Rioja, el cura Gorostidi en Guipúzcoa, etc.). Por entonces, también, en los distintos Reinos, iban surgiendo Juntas y Diputaciones realistas, destacando principalmente la Junta de Navarra, compuesta hacia el mes de Abril a fin de concordar la acción de las guerrillas con vistas a un levantamiento general coordinado.
Será el 11 de Diciembre cuando dicha Junta impulse «el primer alzamiento organizado de acuerdo con un plan y con carácter regional», a través de dos columnas dirigidas por Juan Villanueva y Santos Ladrón. Dice D. Andrés Martín en su crónica: «[Ese día] fue cuando los católicos realistas de este Reyno salieron al campo diciendo con los Macabeos: “Más vale que muramos en la guerra, que ver tantos males como padece nuestra gente”. Entonces juraron defender hasta morir, los intereses de Dios, los derechos del Rey, y las leyes patrias del suelo natal». Por desgracia, fue pronto neutralizado este primer intento de sublevación, y los jefes de la División y la Junta pasaron a Francia a preparar un segundo alzamiento, pertrechándose mientras tanto de armas y municiones como buenamente podían, e introduciéndolas por el bosque de Irati, donde convirtieron un viejo fortín de frontera que había allí en un depósito de armas. Hacia el mismo tiempo, entraba en Cataluña desde Francia Joan Romagosa i Pros, «cuya presencia –apunta Gambra– habría de ser decisiva para la incipiente guerra en el Principado», la cual tuvo su comienzo efectivo (mención aparte la victoria de Tomás Costa en Olot a fines de Abril) con el alzamiento popular que aquél encabezó en la Comarca del Penedés a principios de Mayo, uniéndosele el día 10 Fray Antonio Marañón El Trapense, cabecilla de la principal partida que había estado operando hasta entonces en Cataluña (sin olvidar tampoco al guerrillero Jep dels Estanys, aún más conocido por su futuro protagonismo en la revuelta de los Malcontents de 1827).
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano