Cuestión de prudencia

Detalle del grabado «Jano, la prudencia». Por Carmen González Moreno

La prudencia, como Jano, mira al presente y al futuro, pero primero al pasado: quiere aprender de los mayores. Nuestros ancestros nos dejaron un legado, un acervo de verdades heredadas con que dirigir la vida moral y política. Es un conjunto monumental de avisos, separados o integrados en obras de diversa índole: filosófica, histórica, literaria, política o teológica, que se resumen en un concepto: monarquía hispánica. Es una síntesis de aciertos, fundada en la tradición católica, que constituye toda una brújula de marear errores, navegar peligros, sortear escollos del Leviatán.

Nuestros autores clásicos del Siglo de Oro comprendieron la amenaza que bullía en las nuevas aguas territoriales del monstruo. Su voz de advertencia, a través de los tiempos, llega hasta nosotros. Y el primer mensaje que transmiten, con claridad venerable, es el prudencialismo del que nos habla Leopoldo Eulogio Palacios en su memorable Don Quijote y La vida es sueño. Es la primacía de la prudencia general y política sobre las demás virtudes personales y de gobierno.

Cristóbal Pérez de Herrera, en sus Proverbios morales (1618) llama a la virtud de la prudencia «sal de las demás virtudes» (fol. 52v). Y en su magnífico Elogio de Felipe II explica (1604): «la prudencia y discreción dan a todos los negocios y cosas la perfección y gracia que la sal da a los manjares y guisados». Y al margen: «Que la obra a la que la prudencia no acompañare será imperfecta» (pág. 42).

Juan de Mal Lara, en su eruditísima e impresionante Descripción de la galera real, sintetiza la soberanía de la prudencia llamándola «señora de todas las virtudes», y recordando «que está sentada en la mejor parte del alma, que es la racional» (ed. 1876, pág. 74).

Andrés Mendo, en su libro de emblemas Príncipe perfecto y ministros ajustados (1662), la denomina «vista despejada del entendimiento» (pág. 49). Y la caracteriza, en el mismo sitio, de esta forma: «[La prudencia] escoge lo mejor: y conoce lo que se debe amar, o huir; elige lo que puede ayudar a los aciertos; aparta lo que puede embarazarlos: es un dictamen recto de lo que se ha de obrar». Y en su Historia de la conquista de México (1691), lib.V, cap.4, Solís y Ribadeneyra habla de «aquel temor razonable, de que suele formar sus avisos la prudencia» (pág. 422).

Este temor razonable con que nos amonesta la prudencia, debe sobrevenir cuando se establece a nuestro alrededor un orden viciado y vicioso, que gusta de extremosidades, irracional y deformado, que aleja del camino sensato y ordinario de hacer y comprender las cosas. Por eso es lógico que nuestros ancestros, como Carlos Coloma, avisen de la necesidad de seguir un camino ordinario y natural (y sobrenatural) de hacer las cosas; virtud que califica de prudente en todo buen soldado de la Monarquía hispánica. Y así, en Las guerras de los Estados Bajos, (1624) lib. I, elogia a «los soldados prudentes y cuerdos [que dan su parecer] conforme al orden más ordinario de las cosas» (pág. 25).

La doctrina de la Monarquía hispánica se sustenta en esta virtud. La prudencia infunde al gobernante un temor razonable para que aparte a su pueblo del peligro; le avisa del bien común, para que no pierda el norte; le ayuda a elegir lo mejor, a prevenir los males, a aprender del pasado para preparar el porvenir. Es una doctrina prudencial y teorética, que es vista despejada del entendimiento político.

La prudencia católica y tradicional, sentada en la parte racional del alma, sondea los medios rectos de acción. Realista, natural y sobrenatural, es sal de toda política verdadera, condimento indispensable de todo bien común.

 David Mª González Cea, Cádiz

«Jano, la prudencia», por Carmen González Moreno