Ante la nueva convocatoria de elecciones en la llamada «Comunidad Autónoma de Andalucía», cabe realizar unas consideraciones que incidirán en el ámbito moral de la participación política. Lo haremos desde los presupuestos comunes de los que parten los moralistas.
Dicha participación política, como todo acto humano, debe ser regulada por la virtud de la prudencia, por lo que podríamos hablar en lo sucesivo de prudencia política.
En estos días, la prudencia política resulta ser de máxima actualidad y urgencia. La participación de numerosos católicos en distintos procesos electorales contribuye no sólo a destruir su fe, sino a colaborar con el mismo mal en forma de aborto, divorcio, eugenesia, eutanasia, usura, explotación, ateísmo… En definitiva, colaboran en el destronamiento de Cristo Rey y en su alejamiento de toda la realidad humana —aunque sea entronizado en sus conciencias— dejándolo sin posibilidad de influir en el fuero externo de la persona en su actuar social.
Son tres los elementos que concurren en toda acción humana: Objeto moral (lo que se hace), fin (para qué se hace) y circunstancias (lo que rodea al acto).
Por tal motivo, sólo la acción en la cual concurran la bondad del fin, del objeto (o al menos su indiferencia) y de las circunstancias, podrá ser plenamente buena.
En el caso de una convocatoria electoral, el objeto moral no es una cosa sino una acción: depositar un voto en una urna. El mero hecho de votar sería a priori intrínsecamente indiferente si se lo considera aislado de los otros dos elementos que entran en juego. Parece idéntico a votar en unas elecciones en la comunidad de vecinos o en la «Asociación de Amigos de la Filatelia».
Sin embargo, llegados a este punto y pensando en las elecciones al «Parlamento andaluz» hay que plantearse ¿qué se vota? Se vota a un partido político con unas propuestas concretas, con una ideología manifiesta y un actuar concreto; y también debemos añadir a estos componentes el actuar personal de los candidatos. Resumiendo: el objeto final son las listas de unos partidos con propuestas buenas y malas, y con candidatos buenos y malos.
Una vez que está delimitado su objeto debemos proceder al análisis del fin, que en el caso de votar es obvio: elegir entre las propuestas políticas planteadas, con el propósito de o bien escoger una opción que se considere óptima o bien intentar que una opción peor no llegue a ostentar el poder.
Con la perspectiva del fin los votantes se detienen a considerar el valor y orientación de su voto. Es el momento en el que deben priorizarse los criterios para juzgar correctamente la elección. Para que el fin sea bueno debe ser conveniente a la recta razón y a la Ley Eterna. Un ejemplo: repugnaría votar a favor del exterminio de hombres rubios de ojos oscuros, ya que el exterminio es un crimen en sí mismo y votar a favor de tal exterminio constituiría una evidente la colaboración directa con el crimen de genocidio.
Pero imaginemos un supuesto teórico en que los candidatos presentados opten en diferente grado por el exterminio de los rubios, aminorando unos el grupo de rubios a asesinar y otros considerando todavía el asesinato de los rubios sin matices. En este caso, existiendo sólo dos posibles candidatos, los moralistas, en general, recurren a las circunstancias. Por eso el fin es el único criterio que entra en juego.
¿Qué son las circunstancias? Se trata de aquellas condiciones accidentales que acompañan todo acto humano que pueden, por sí mismas, llegar a modificar la moralidad del acto. Lo aclaramos con un ejemplo: El caso de un enfermero que estando de acuerdo con practicar un aborto y sin hacerlo él mismo acerca los instrumentos quirúrgicos. Hay un efecto, real y concreto con el que al cooperar se peca; al hecho de concurrir en el acto pecaminoso compartiendo con el otro la intención. Se denomina cooperación formal subjetiva. ¿Y si concurre al mismo acto pecaminoso, pero sin compartir la intención? Pues estaríamos ante una cooperación formal objetiva, ya que el acto no se realiza ni en un contexto bueno ni mucho menos indiferente y de todas maneras es una forma de cooperación.
Nos quedaría un último escenario que es el que realmente nos ocupa en este artículo: cuando los candidatos que se presentan a las elecciones defienden todos ellos opciones contrarias a la razón y a la Ley Eterna, con las únicas diferencias en su grado de aplicación o compromiso. Utilizando los términos del ejemplo anterior, se trataría de elegir entre el exterminio de todos los rubios u optar por la muerte de sólo unos cuantos rubios.
Es evidente que el votar a cualquiera de estos candidatos estando de acuerdo con sus propuestas, es una colaboración al mal, y por lo tanto ilícita. Pero… ¿y si se votase sin estar de acuerdo con esas posturas considerando otras cuestiones como una política económica o una política exterior, por ejemplo? Es decir, ya que todos tienen políticas contrarias a la razón y a la Ley Eterna y por lo tanto no es posible evitarlas, sólo queda la opción menos mala o la que presente unas opciones de mejora de la calidad de vida, mejores ingresos o mejores servicios; asumiendo en todo momento que el mal continuará y autoconvenciéndose de que no hay más solución que participar en el mal.
¿Qué escogemos? ¿Diocleciano o Nerón? Es una pregunta recurrente que resuelven algunos moralistas dando por lícito la opción menos mala y recurriendo, per accidens, a considerar el aspecto de bien que tenga un candidato sobre el otro. Es lo que se conoce como «el mal menor».
La gran mayoría de los moralistas sólo consideran la participación política en sí misma, en un sistema democrático liberal, en una única expresión: el depósito del voto en una urna en un determinado sentido. Sin embargo, el propio sistema asume la existencia de otras tres opciones en referencia al mismo proceso electoral: el voto en blanco, nulo y la abstención.
Estas tres últimas opciones mencionadas abren el abanico del acto moral de votar, pues un católico ya no está obligado a elegir entre la cooperación con Diocleciano o la cooperación con Nerón. Por ello, cuando existe un abanico de posibles actuaciones, acudir a votar supone una cooperación formal y objetiva con el mal, porque se colabora en aupar al candidato, aunque no se comparta el mal por él deseado.
Sin embargo, la abstención, el voto nulo o el voto en blanco no presentan problema de incurrir en tales cooperaciones. Aun así, esta afirmación requiere mayores matices dependiendo de cada sistema electoral. Aquí tendremos en cuenta las circunstancias. En el caso español, en virtud de la legislación imperante, la última opción —votar en blanco— provoca una alteración en el reparto de votos necesarios para alcanzar el escaño, beneficiando al que mayor número reciba. Mientras que el voto nulo o la abstención no colaboran positivamente con candidato alguno. Es más, para un católico, la abstención presenta una ventaja añadida: la no aceptación del propio sistema y la no colaboración en todo aquello que supone, empezando por esa soberanía que supuestamente reside en el pueblo español y no en Dios, acabando en la legislación homicida del aborto que se deriva de la anterior circunstancia, pasando —entre otras— por leyes divorcistas en diferentes grados y anticristianas en tantos otros aspectos.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza