Un gran sermón sobre el catolicismo liberal

Interior de la iglesia de Saint Nicolas du Chardonnet en París

En el segundo domingo de mayo se celebra en Francia la fiesta de santa Juana de Arco.  Sin embargo, en su predicación correspondiente a ese día, que era igualmente el segundo domingo después de Pascua, el padre Juan Pedro Boubée, de la Hermandad de san Pío X, se apartó de la costumbre de sus hermanos parroquianos y, a partir de la epístola (1Pe, 2:11-19) realizó un fenomenal alegato contra el liberalismo y, en concreto, el catolicismo putativa y lamentablemente adherido a aquél.

Preferimos ahorrar a los lectores y suscriptores de La Esperanza ulteriores comentarios, permitiéndoles con la transcripción completa del texto disfrutar de la sana doctrina política de la Iglesia Católica.

Naturalmente, se puede también acceder a la grabación, aunque sin subtítulos en español, en este enlace.

Miguel ToledanoCírculo Cultural Antonio Molle Lazo de Madrid

(traducción al español. Original en francés, más abajo)

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

La Epístola de San Pedro de hoy nos ofrece toda una clase, toda una explicación o incitación para respetar a toda autoridad, porque toda autoridad viene de Dios.

Realiza esta llamada, hecha también por parte de san Pablo, hecha también por Nuestro Señor Jesucristo dirigiéndose particularmente a Pilato, diciéndole que no había ningún poder en esta tierra que no le viniera del Cielo.

San Pedro va algo más allá. Nos dice lo siguiente: De acuerdo con la voluntad de Dios, debéis cerrar la boca a los insensatos a través de vuestra buena conducta; comportaos como hombres libres, no como hombres que hacen de su libertad un velo que oculta su malicia.

Por una parte, nos pide esa sumisión a toda autoridad, sea cual fuere; y, por otra, nos dice que actuemos como hombres libres, pero no al modo de los que utilizan su libertad para camuflar, para ocultar sus pecados.

Parecería tratarse de un texto escrito para nuestro siglo, escrito por uno de aquellos grandes autores, quizás del siglo diecinueve; quizás sean ellos los más brillantes en estos grandes temas de la libertad, la autoridad, la falsa libertad y la verdadera libertad.

Porque,  ¿quiénes claman por la libertad? Se trata, por supuesto, de los malvados, artesanos del demonio, pecadores, futuros condenados, quienes, en el nombre de la libertad de costumbres, de la libertad de expresión, la libertad de religión, la libertad de enseñanza, camuflan su odio a Dios, a Cristo, a la Iglesia.

Ya que, cada vez que escuchéis una llamada a esta gran libertad, siempre hay detrás algo malo, que puede destruir el orden cristiano.

Sin embargo, libertad y autoridad, libertad y derecho, libertad y Dios no son conceptos antinómicos; porque la libertad constituye una riqueza del hombre.  Se trata de esa particularidad que tenemos en nuestro corazón, en nuestra voluntad, para poder aceptar el orden en el que hemos sido ubicados; Dios nos ha puesto en medio de una armonía extraordinaria.  Por ejemplo, mirad la armonía de las estrellas, la armonía de los paisajes, la armonía de las estaciones; todas estas armonías forman una especie de gran canto y, en medio de esta armonía, el hombre acepta.

Acepta lo que Dios le pide.  Acepta la armonía.  Les acaban de recordar hace unos instantes que Uds. podrían y pueden y deben venir a admirar hoy por la tarde el magnífico esfuerzo de nuestro coro; ayer les escuché yo y puedo decirles que es magnífico.

Pues bien, ellos se someten a una armonía. ¿Cómo? Mediante su libertad. En lugar de hacer que su libertad produzca notas absurdas, como si hiciesen lo que les diera la gana y además se vanagloriasen de ello, la gloria de su libertad consiste en lograr crear una armonía.

Ésa es la gloria de la libertad del hombre, ésa es la fuerza, ésa es su capacidad de amar a Dios: entrar en la armonía y decir:  Señor, gracias por hacerme parte de esta armonía.  Ésa es la verdadera libertad.

La cara falsa de la libertad es la que nos explica san Pedro; consiste en esa voluntad de utilizarla para hacer el mal, lo que se conoce actualmente como liberalismo; ciertamente, la palabra «liberalismo» es bastante reciente, a saber, reciente porque se le atribuye a Madame de Staël; pero dicho liberalismo, dicha voluntad libertaria de colocar a la libertad en todas partes, para hacer lo que sea, es un grito de rebeldía.

No queremos que Dios reine sobre nosotros. Queremos, sobre todo, lo que es antinatural; no queremos participar de una sinfonía.  Existe un Creador, pero no nos interesa.  Y por esto, el liberal es un fanático de la independencia.

El liberal no quiere que exista relación entre lo verdadero y lo bueno. Para el liberal no es preciso que la inteligencia se someta a la realidad.  Es necesario imponer lo que se piensa sobre la realidad. El liberal no quiere que la libertad se someta a la labor de la inteligencia, que juzga lo que es prudente y reflexiona sobre lo que es bueno. El liberal no quiere que la conciencia esté sometida a reglas. El liberal no quiere que el presente aprenda todo lo recibido del pasado, la sabiduría de los antiguos.  El liberal no quiere que la razón se someta a lo que Dios nos ha revelado, a la fe. El liberal no quiere que el individuo pueda volver a encontrar normas en la sociedad, quiere que el individuo sea autónomo.  El liberal quiere que los hogares y los matrimonios no se sometan a la moral, o que lo hagan de forma tan débil que puedan vivir en concubinato, divorciarse y volverse a casar, conforme sople el viento. El liberal no quiere a Dios en las leyes del Estado, porque el pueblo es autónomo, no necesita a Dios, sino una transformación radical de valores, lo opuesto al orden.  Lo contrario de la ley que rige todas las cosas.

Con esa única frase, san Pedro resumió todos los males que nos sepultan desde los últimos siglos.

El liberalismo es una perversión. Una perversión orgullosa, un continuo «non serviam», que naturalmente tiene su origen en el pecado original. El hombre se dirige cara a cara a Dios para decirle: No serviré.

Y es como una gran cárcel, una gran cárcel que quieren imponernos como obligatoria. Salimos de la armonía, estamos en la desarmonía. Estamos en la cacofonía y esta se nos impone como obligatoria. Se nos impone como ley.

Esta actitud ha tenido una progresión histórica. La progresión histórica corresponde naturalmente a la actualidad, después de haber presenciado el apogeo del cristianismo, llamado orden cristiano, la Cristiandad.

Vimos importantes etapas de dicho liberalismo: El protestantismo, espíritu que quiso emanciparse de la Revelación; soy yo quien hace mi propia revelación. Yo leo mi biblia con mis propias ideas, mi propia interpretación.  No quiero ni Iglesia ni maestro, es la primera revuelta. 

Luego llegó la revuelta intelectual, los filósofos, que se plantearon una pregunta que los antiguos no se habían cuestionado. ¿Acaso nuestro espíritu está hecho para someterse a lo real? Y la respuesta de todos estos filósofos, especialmente alemanes, se produjo en el sentido siguiente: No estamos sometidos a lo real, nuestra inteligencia construye la verdad, nuestra inteligencia construye lo que nos rodea, no podemos conocer lo real. Esto constituyó una novedad en la historia de la humanidad.

También hubo la revuelta de la Revolución. No queremos que Dios reine sobre nosotros, sobre nuestras instituciones ni sobre nuestros corazones.  Ya no queremos hablar más de Él.  Es la revuelta de nuestro mundo moderno, que declara que el Estado puede aprobar leyes morales a su antojo, modificar el orden de la naturaleza, modificar no sólo la moral cristiana sino también la moral natural, decretar súbitamente que lo que antes estaba mal ahora se ha convertido en bueno. De pronto, se convierte en bueno asesinar niños, dinamitar el matrimonio, robar buscando siempre el máximo beneficio.

He aquí, pues, la evolución de dicho liberalismo: he aquí dicho universo luciferino que nos imponen.

Mas lo triste es que existe lo que se ha venido en llamar católicos liberales. Y eso es una especie de individuos, una especie un poco extraña, sorprendente. Porque se trata de dos mundos opuestos.  El católico proclama lo siguiente:  Amo a Dios por encima de todas las cosas. El liberal proclama lo siguiente: No quiero a Dios, quiero mi libertad por encima de todas las cosas.

Y, sin embargo, existió una importante corriente católica ―el catolicismo liberal―; especialmente en el siglo diecinueve, vimos su nacimiento y después todos esos movimientos de los demócrata-cristianos, etc. Toda la condena del «Sillon» [movimiento demócrata-cristiano francés] por parte de san Pio X.

Eran mundos opuestos y que, en algunas cabezas, vinieron a encontrarse. Se trata de querer reconciliar a la Iglesia con el mundo, a la Iglesia con los errores, a la Iglesia con el liberalismo. En eso consiste la novedad de esa idea, que, por otra parte, encuentra su expresión episcopal en el Concilio Vaticano II.

Querer no importunar a la Revolución, querer buscar los valores de la Revolución, querer asumirlos.

Y vimos a todas esas cabezas mitradas deciros que había riquezas en la Revolución que la Iglesia debía asumir, hacer suyas, como si las riquezas del Evangelio no fuesen la respuesta total, absoluta y definitiva.

Al liberalismo, una simple frase como la de san Pedro basta para destruir íntegramente todos estos errores del Vaticano II.

Terrible error que arruina la libertad.  En su nombre se pide que vivamos de tal forma que Dios, simplemente, no se manifieste; que se nos deje vivir nuestro liberalismo y que se nos deje vivir nuestro cristianismo en el interior de nuestra alma.  Que ambos no se encuentren nunca. Es como pretender que estos llamados valores de la Revolución, estos errores, esta manera libertaria de vivir, de pensar, en todos los dominios, ya sea filosóficos, políticos, humanos o morales, constituyan el derecho de la ciudad y que Dios únicamente tenga derecho a expresarse cuando se le permita en nombre de la libertad.

Sería algo así como si en una clase, Dios levantase la mano para pedir si puede expresar su opinión.  Así es el liberalismo católico, el de los que piensan que si incensamos los errores de cuantos han situado la libertad por encima de todas las cosas, la libertad de los que quieren el bien será tan poderosa que se impondrá a los demás.

Pero san Pedro responde lo siguiente: Os exhorto, en vuestra calidad de extranjeros, de peregrinos, de absteneros de todas estas concupiscencias, de lo que place al mundo, al espíritu y a la carne, de lo que a menudo se denuncia como prudencia de la carne, los cuales hacen la guerra contra el alma.  Eso es lo que nos dice san Pedro.

Entonces, ¿qué pasa con estos católicos liberales? Pues que sucumben a la fatiga del combate entre cielo e infierno, porque se creen prudentes, con una prudencia del mundo, con una prudencia de la carne, con una prudencia que tiene miedo del enemigo y que querría, por una suerte de delirio beato, frente a la determinación de nuestros adversarios, convencerse de que los enemigos de Dios, llenos de espíritu luciferino, experimentarán júbilo y hasta saltarán entusiasmados ante la verdad.

¿Acaso produce conversiones el liberalismo católico? No, al contrario.  Ocurre al contrario, o sea, católicos que se hacen timoratos, cristianos que toleran todos los males, que justifican todos los errores, que encuentran una justificación para cada frase innovadora, para cada nueva expresión, para cada nueva novedad; y especialmente ahora, en que esas novedades están impregnando a toda la Iglesia católica, pues las oímos difundirse desde la cabeza hasta los obispos.

Y en cada ocasión se encuentran excusas para tolerar los males; así es el liberalismo católico.  Se toleran todas estas injurias a Jesucristo porque no quiere darse una mala imagen de la Iglesia ―en realidad, una mala imagen de sí mismo―.  Son cobardes, tienen miedo; el miedo de no aparecer o ser aceptables al mundo.  Por ello, se unen a la laicidad, con los más variados argumentos, a los derechos del hombre, convirtiéndole en la medida por la que juzgaremos todas las cosas.

Esos derechos del hombre que expulsan a Dios, lo que los hace horribles. Se pretende que perdamos nuestra integridad; que perdamos nuestra integridad, en realidad, presas del miedo; quien es católico y liberal a la vez teme las definiciones y teme las condenas. Opone la tesis a la hipótesis, como se ha expresado bastante recientemente. Se llena la boca de decir que no hay que exagerar; existe la tesis, la verdad pura e íntegra, pero, en la concreción del aquí y ahora, no se puede vivir la verdad ni el bien. Lo que hay que hacer es escuchar esos valores de la Revolución, que comienzan por decirnos que el hombre es libre, que el hombre tiene derechos, que el hombre no necesita a Dios. Se opone la hipótesis a la tesis.  Y, como por casualidad, se vuelve obligatoria; como por casualidad, la Revelación se renueva. Y se repite esta única frase hasta la saciedad: No hay que exagerar.

¿Cuántos abandonaron la Misa de san Pio V porque no hay que exagerar? ¿Cuántos abandonaron la moral del matrimonio porque no hay que exagerar? ¿Cuántos abandonaron la educación católica porque no hay que exagerar?  ¿Cuántos abandonaron el combate por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo porque no hay que exagerar?

¡Menuda frase, menuda frase tan funesta! ¡Qué frase, ésa que hemos oído y cuántas veces ya a lo largo de la vida! 

Sí, los católicos liberales son numerosos, pero ellos no construyen el cristianismo. Esos católicos podrán ser devotos en su casa, pero su testimonio es inexistente, porque tiene los colores del camaleón.

León XIII lo escribe a riesgo de exasperar la cólera del adversario: Nada es peor a la hora de hacer retroceder al mal.  En efecto, nuestros enemigos tienen el propósito, que no ocultan sino del que presumen, de eliminar si pueden la verdadera religión, la religión católica.

También se les hace el juego al maravillarse ante esa prudencia de la carne que trata de ignorar la ley que exige a los cristianos ser militantes y manifestar su fe con claridad. La verdadera caridad es llevar las almas al Cielo. La verdadera caridad es dar a conocer a Dios. La verdadera caridad es otorgar a la libertad su verdadero sitio, el que permite entrar en las armonías, el que permite entrar en la sinfonía.

Sí, como nos anima san Pedro, llevemos una vida ejemplar, una vida que no camufle detrás de la libertad el derecho a hacer lo que es contrario a Dios. Rindamos homenaje a la verdad, rindamos homenaje al bien, a través de nuestra vida, nuestros esfuerzos, nuestros combates, nuestras oraciones.  Y dicho homenaje portará frutos y nos hará merecedores de la corona eterna.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

(transcripción del sermón en su versión original francesa)

Au nom du Père et du Fils et du Saint-Esprit, ainsi soit-il.

L’Épitre de Saint-Pierre aujourd’hui nous fait tout un cours, toute une explication ou toute une incitation à respecter toute autorité, parce que toute autorité vient de Dieu.

Il fait cet appel, qu’a fait aussi Saint-Paul de son côté, qu’a fait aussi Notre-Seigneur Jésus-Christ en s’adressant particulièrement à Pilate, disant qu’il n’avait aucun pouvoir qui ne lui viendrait sur cette terre s’il ne lui venait du Ciel.

Saint-Pierre va un peu plus loin.  Il nous dit: C’est la volonté de Dieu que vous fermiez la bouche aux insensés par votre bonne conduite; comportez-vous en hommes libres et non en hommes qui font de leur liberté un voile jeté sur leur malice.

D’une part, il nous demande cette soumission à toute autorité quelle qu’elle soit; et, par ailleurs, il nous dit comportez-vous en hommes libres, et non pas de ceux qui utilisent leur liberté pour camoufler, cacher leurs pêchés.

On croirait entendre un texte écrit pour notre siècle, écrit par un de ces grands auteurs, peut-être du 19ème; ils sont peut-être les plus brillants sur ces grandes thématiques de la liberté, de l’autorité, de la fausse liberté et de la vraie liberté.

Parce que qui crient à la liberté? Ce sont bien sur les mauvais, les artisans du démon, les pécheurs, les futurs damnés, ce qui au nom de la liberté des mœurs, la liberté d’expression, la liberté de religion, la liberté d’enseignement, camouflent leur haine de Dieu, du Christ, de l’Église.

Car à chaque fois que vous entendez un appel à cette grande liberté, c’est qui a toujours derrière quelque chose de mauvais et qui permet de démolir l’ordre chrétien.

Pourtant, liberté et autorité, liberté et droit, liberté et Dieu ne sont pas de choses qui sont antinomiques; car la liberté est une richesse de l’homme.  Elle est cette particularité que nous avons dans notre cœur, dans notre volonté, de pouvoir acquiescer à l’ordre dans lequel nous sommes mis; Dieu nous a mis dans une harmonie extraordinaire.  Vous pouvez prendre l’harmonie des étoiles, l’harmonie des paysages, l’harmonie des saisons, toutes ces harmonies constituent une sorte de grande cantique et, dans cette harmonie, l’homme acquiesce.

Il acquiesce à ce que Dieu lui demande. Il acquiesce à l’harmonie. On vient de vous rappeler il y a quelques instants que vous pourriez et vous pouvez et vous devez venir admirer cet après-midi les efforts magnifiques de notre chorale, je les ai déjà entendus hier soir et je peux vous dire que c’est magnifique.

Et bien, ils se soumettent à une harmonie. Comment? Avec leur liberté. Au lieu de mettre leur liberté dans la volonté de faire des notes absurdes, comme ils en ont envi à l’instant qu’ils veulent et de s’en vanter, la gloire de leur liberté c’est d’arriver à créer une harmonie.

Telle est la gloire de la liberté de l’homme, telle est sa force, telle est sa capacité d’aimer Dieu, c’est d’entrer dans l’harmonie et de dire:  Seigneur, merci de faire partie de cette harmonie. Telle est la vraie liberté.

Le faux visage de la liberté, c’est ce que nous explique Saint-Pierre, c’est cette volonté de s’en servir pour faire le mal, ce que l’on a appelé maintenant le libéralisme; certainement le mot « libéralisme » est assez récent, enfin récent car on l’attribuerait à Madame de Staël, mais ce libéralisme, cette volonté libertaire de mettre la liberté partout, pour faire n’importe quoi, est un cri de révolte.

 Nous ne voulons pas que Dieu règne sur nous.  Nous voulons surtout ce qui est antinaturel, nous ne voulons pas rentrer dans une symphonie. Il y a un Créateur, mais nous n’en voulons pas. Et donc, le libéral est un fanatique d’indépendence.

Le libéral, il ne veut pas un rapport entre ce qui est vrai et ce qui est bien. Pour le libéral, il ne faut pas que l’intelligence soit soumise au réel.  Il faut imposer au réel ce qu’on pense. Le libéral ne veut pas que la liberté soit soumise au travail de l’intelligence qui juge ce qui est prudent et réfléchit à ce qui est bien. Le libéral ne veut pas que la conscience soit soumise à des règles.  Le libéral ne veut pas que le présent soit instruit par tout ce qu’on a reçu du passé, de la sagesse des anciens. Le libéral ne veut pas que la raison soit soumise à ce qui nous est révélé par Dieu, par la foi. Le libéral ne veut pas que l’individu puisse retrouver une norme dans la société, il veut que l’individu soit autonome. Le libéral veut que les foyers, les mariés ne soient pas soumis à la morale, ou qu’ils le soient tellement peu qu’ils puissent vivre en concubinage, divorcer, se remarier, au gré des vents et des flots. Le libéral ne veut pas de Dieu dans les règles de l’État, car le peuple est autonome, il n’a pas besoin de Dieu, sinon qu’un renversement radical des valeurs, c’est la contradictoire de l’ordre.  C’est la contradictoire de la loi qui régit toute chose.

En cette unique phrase, Saint-Pierre a résumé tous les maux qui nous ensevelissent depuis les derniers siècles.

C’est une perversion, ce libéralisme. Une perversion orgueilleuse, un « non serviam » continuel, qui trouve ses origines, bien sûr, dans le péché originel. C’est l’homme qui se dresse face à Dieu:  Je ne servirai pas.

Et c’est comme une grande prison, une grande prison qu’on veut nous rendre obligatoire.  On est sorti de l’harmonie, on est dans la disharmonie. On est dans la cacophonie et il faudrait que ça devienne obligatoire.  Il faudrait que ça devienne la loi. 

Cette attitude a connu une progression historique. Cette progression historique, bien sûr, en ces temps, après avoir vu un peu cet apogée du christianisme, ce qu’on appelle l’ordre chrétien, la Chrétienté. 

On a vu des grandes étapes de ce libéralisme: Le protestantisme, l’esprit qui a voulu s’émanciper de la Révélation; c’est moi qui fait ma révélation. C’est moi qui lit ma Bible avec mes idées à moi, mon interprétation à moi.  Je ne veux ni Église ni maitre, première révolte.

Ce fut la révolte intellectuelle, les philosophes, qui se sont posés une question que les anciens ne se sont pas demandés.  Est-ce que notre esprit est fait pour être soumis au réel? Et la réponse de tous ces philosophes, particulièrement allemands, c’est d’avoir répondu: Nous ne sommes pas soumis au réel, c’est notre intelligence qui fait le vrai, c’est notre intelligence qui fait ce qui nous entoure, nous ne pouvons pas connaître le réel. C’était nouveau dans l’histoire de l’humanité.

C’est aussi la révolte de la Révolution. Nous ne voulons pas que Dieu règne sur nous, sur nos institutions et sur nos cœurs.  Nous ne voulons plus parler de Lui. C’est la révolte de notre monde moderne, qui déclare que l’État peut faire les lois morales à son gré, modifier l’ordre de la nature, modifier la morale pas seulement chrétienne mais naturelle, décréter que ce qui était mal devient bien brusquement.  Il devient brusquement bien d’assassiner ses enfants, il devient bien d’exploser le mariage, il devient bien de voler et de chercher toujours le profit maximum.

Voilà, voilà la suite de ce libéralisme; voilà cet univers luciférien qu’on nous impose.

Mais ce qui est triste, c’est qu’il existe ce que l’on appelle les libéraux catholiques. Et ça c’est une sorte d’individu, une espèce un peu bizarre, surprenante. Car ce sont deux mondes qui sont opposées. Le catholique c’est celui qui dit:  J’aime Dieu pardessus toute chose. Le libéral c’est celui qui dit:  Je ne veux pas de Dieu, je veux ma liberté pardessus toute chose.

Et pourtant, il y eut une très grande courante catholique ―le libéral catholique―, particulièrement au 19ème siècle on a vu la naissance et puis on a vu tous ces mouvements des démocrates-chrétiens, etc.  Toute la condamnation du Sillon par Saint-Pie X.

C’était des mondes antinomiques et c’était des mondes qui se sont trouvées ensemblées et dans certaines têtes.  C’est vouloir réconcilier l’Église et le monde, l’Église et les erreurs, l’Église et le libéralisme.  Telle est la nouvelle idée, qui a d’ailleurs trouvé son expression épiscopale dans le Concile Vatican II.

Vouloir ne pas fâcher la Révolution, vouloir chercher les valeurs de la Révolution, vouloir les assumer.

Et nous avons vu toutes ces têtes mitrées, vous dire qu’il y avait des richesses dans la Révolution que l’Église devait assumer, faire siennes, comme si les richesses de l’Évangile n’étaient pas la réponse totale, absolue et définitive.

Au libéralisme, une simple phrase comme celle de Saint-Pierre suffit à détruire intégralement toutes ces erreurs de Vatican II.

Terrible erreur qui ruine la liberté. Au nom, on réclame, de vivre, on demande simplement que Dieu ne se manifeste pas; que l’on puisse vivre notre libéralisme, qu’on puisse vivre notre christianisme à l’intérieur de notre âme. Que les deux ne se rencontrent jamais. C’est, on voudrait, que ces valeurs de la Révolution, appelées valeurs, que ces erreurs, que cette manière libertaire de penser, de vivre, de réfléchir, dans tous les domaines philosophiques, politiques, humains, moraux, est un droit de cite et que Dieu ait juste le droit de parler quant au nom de la liberté on le lui permet.

Ça serait un peu comme une salle de classe ou Dieu lève le doigt pour demander s’Il peut exprimer son opinion. Tel est le libéralisme catholique, c’est ceux qui pensent que si on encense les erreurs de tous ceux qui ont mis la liberté par-dessus tout, la liberté de ceux qui veulent le bien sera tellement puissante qu’elle s’imposera aux autres.

Et Saint-Pierre, il répond: Je vous exhorte, en votre qualité d’étrangers, de voyageurs, de vous abstenir de toutes ces convoitises, de ce qui plait au monde, à l’esprit et à la chair, à ce qui est souvent dénoncé comme la prudence de la chair, qui font la guerre a l’âme. Voilà ce que nous dit Saint-Pierre.

Et pourquoi, donc, ces libéraux catholiques? Parce qu’ils succombent à la lassitude du combat du ciel et de l’enfer, parce qu’ils se croient prudents, d’une prudence du monde, d’une prudence de la chair, d’une prudence qui a peur de l’ennemi et qui voudrait, par une rêverie béate, face à la détermination des adversaires, être persuadée que les ennemis de Dieu, remplis de l’esprit luciférien, vont éprouver la joie, un enthousiasme sautillant, en face de la vérité.

Est-ce que le libéralisme catholique produit des conversions? Non, c’est l’inverse. C’est l’inverse, voir des catholiques devenir timorés, des chrétiens qui tolèrent tous les maux, qui justifient toutes les erreurs, qui trouvent une justification à chaque nouvelle phrase, chaque nouvelle expression, chaque nouvelle nouveauté; et particulièrement maintenant, que ces nouveautés sont tellement imprégnées dans toute l’Église catholique, qu’on les entend diffuser depuis la tête jusqu’aux évêques.

Et à chaque fois on trouve des excuses, on tolère les maux, c’est le libéralisme catholique. On tolère toutes ces injures à Jésus-Christ parce qu’on ne veut pas donner une mauvaise image de l’Église, en réalité une mauvaise image de soi. On est des pleutres, on a peur; la peur de ne pas paraître, on a peur de ne pas être accepté par le monde. Et donc on veut se rallier, se rallier à la laïcité sous les arguments variés, se rallier aux droits de l’homme, en faire la mesure par laquelle nous allons juger toute chose.

Ces droits de l’homme qui évincent Dieu, c’est ce qui fait leur horreur. On veut qu’on y perd son intégrité; on y perd son intégrité parce que, en réalité, on craint; le catholique et libéral craint les définitions, il craint les condamnations. Il oppose la thèse et l’hypothèse, c’est aussi une expression assez récente. Il n’a comme mot dans la bouche qu’il ne faut pas exagérer; il y une thèse, la vérité pure et entière, mais maintenant, dans le concret, on ne peut pas vivre la vérité, on ne peut pas vivre le bien.  Alors, il faut écouter ces valeurs de la Révolution, qui nous disent d’abord que l’homme est libre, que l’homme ait des droits, que l’homme n’a pas besoin de Dieu. On oppose la thèse et l’hypothèse. Et, comme par hasard, la vérité se fait contraignante; comme par hasard, la Révélation vous est redonnée. Alors, cette unique phrase, répétée à satiété:  Il ne faut pas exagérer.

Combien ont abandonné la Messe de Saint-Pie V parce qu’il ne faut pas exagérer? Combien ont abandonné la morale du mariage parce qu’il ne faut pas exagérer? Combien ont abandonné l’enseignement catholique parce qu’il ne faut pas exagérer?  Combien ont abandonné la lutte pour le règne social de Notre Seigneur Jésus-Christ parce qu’il ne faut pas exagérer ?

 Oh, quelle phrase! Quelle phrase funeste! Quelle phrase nous avons entendue et combien de fois dans une vie! 

 Oui, les catholiques libéraux sont nombreux, mais ce ne sont pas eux qui construisent le christianisme. Ce catholique peut être pieux chez lui, mais son témoignage est inexistant, car il a les couleurs du caméléon.

 Léon XIII l’écrit par crainte d’exaspérer la colère de l’adversaire: Rien n’est plus impropre à faire reculer le mal. Nous avons en effet des ennemis dont le dessin, et ils ne s’en cachent pas et ils s’en vantent tout, dont le dessin est d’anéantir s’ils le peuvent la vraie religion, la religion catholique.

 Aussi est-ce faire leur jeu que de s’engouer de cette prudence de la chair qui veut ignorer la loi imposée aux chrétiens d’être militants, de manifester sa foi avec clarté. La vraie charité c’est de conduire les âmes au Ciel.  La vraie charité c’est de faire connaître Dieu.  La vraie charité c’est de donner à la liberté sa vraie place, celle qui fait rentrer dans les harmonies, celle qui fait rentrer dans la symphonie.

 Oui, comme nous y incite Saint-Pierre, prenons une vie exemplaire, une vie qui ne camoufle pas derrière la liberté le droit de faire ce qui est contraire à Dieu. Rendons un hommage à la vérité, rendons un hommage au bien par notre vie, par nos efforts, par nos luttes, par nos prières. Et cet hommage-là portera des fruits et nous méritera la couronne éternelle.

 Au nom du Père et du Fils et du Saint-Esprit, ainsi soit-il