No quisiera embaucar a los lectores con un título como el que corona este artículo. La Guerra de Ucrania es un fenómeno complejo, sobre el cual las opiniones y juicios esquemáticos y maniqueos pecan irremediablemente de superficiales. Es por ello que no pretendo una reducción del estado de cosas que nos empujen a conclusiones simples e infantiles, las cuales revolotean constantemente sobre el asunto desde su inicio.
Recientemente, el papa Francisco se refirió a los hechos acaecidos en Ucrania de una forma que le ha costado el ataque furibundo de la opinión occidental, concretamente en su versión conservadora, la cual —pese a su coincidencia idéntica en el asunto con la progresista— es la que más revuelo ha generado; quizás porque —aunque parece que el Santo Padre no termina de entenderlo— sus declaraciones al progresismo le resultan insulsas, fuera de alguna cita oportuna circunstancial con fines utilitarios y partidistas.
Sin embargo, la situación planteada no ha dejado de resultar paradójica, y es que, creo que en ello convendremos, Francisco es un hombre de paradojas. En sus palabras, decía Francisco, refiriéndose a una conversación con un jefe de Estado, que «la OTAN estaba ladrando a las puertas de Rusia» dando a entender que la situación podría llevar a la guerra. Más allá de las limitaciones del resto de sus palabras, así como de sus tendencias clericales a hablar de todo tema, repito, el hecho no deja de resultar significativo.
La Santa Sede y la Secretaría de Estado, tras las consecuencias del aggiornamiento oficial, han jugado un difícil papel en los movimientos de ámbito internacional en los últimos años que, a mi juicio, ha resultado infeliz. Así las cosas, el antropocentrismo humanista implantó un pacifismo bautizado por la hermenéutica clerical, marca de la casa eclesiástica, que acabó obteniendo lo contrario de lo afirmado. De hecho, el pacifismo como ideología, al no atender a la complejidad de la realidad, dividió al mundo entre los buenos y los malos, los pacifistas y los belicosos. Esta simplificación infantil y tendenciosa condenaba todo acto bélico por igual, sin atender a las realidades complejas, fundamentales para la solución óptima de todo conflicto.
No con ello pretendo realizar una apología de la guerra en sí, pero la concreción de fenómenos bélicos nos empuja a enjuiciar las realidades de una forma más serena y detenida, tratando de solucionar las controversias de manera creíble, con el orden moral como criterio.
Ejemplo de ello son las actitudes de los pontificados anteriores. El pacifismo de Juan Pablo II en relación con intervenciones en Irak produjo, por ejemplo, a una Iglesia plegada a las directrices de la ONU, cuyas resoluciones eran instadas a cumplir desde la Santa Sede ante Saddam Husssein, como informaba, en calidad de observador, el arzobispo Celestino Migliore en febrero de 2003. O en los reproches del propio papa a Tarek Aziz, viceprimer ministro de la República de Iraq, en la misma fecha, condenando el uso de la violencia. El pacifismo se trasplantó al pontificado posterior, leyendo declaraciones a Benedicto XVI en su discurso en la Universidad de Ratisbona (2006), donde aprovechaba la violencia mahometana para realizar una condena global de lo que tradicionalmente se conoció como Guerra Santa, pese a que ésta nunca implicó la coacción sobre el acto de fe, sino la defensa de la misma frente a la violencia infiel.
Este pacifismo medular acabó identificando la paz con los «valores» de aberrantes organismos como Naciones Unidas, que capitaliza la podredumbre moral occidental, a la vez que la representa. De esta forma, las loas a la paz fueron de la mano del cumplimiento de las directivas internacionales occidentales, configurando una pseudo justificación del Occidente ilustrado frente a la barbarie asiática o africana. El resultado práctico, como vemos, acabó obteniendo lo contrario que se pretendía.
Y, en medio de todo este caos doctrinal y legado hermenéutico, aparece el papa Francisco, señalando veladamente las responsabilidades de la OTAN, así como problematizando las lecturas maniqueas de la cuestión, impuestas en todo Occidente. Evidentemente, Francisco no es ajeno al legado posmoderno liberal y pretender lo contrario sería engañarse. Sin embargo, resulta paradójico que, en su afán de originalidad, acabe acertando o, mejor, acercándose más a las causas del problema. Este punto a favor no sustancial, pero accidental, no sé si —como decía el ministro Bolaños— puede ser calificado de «inspirador», pero no deja de resultar sorprendente una toma de posición original frente a la sacralización práctica del ateísmo occidental.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense