Normalización de la homosexualidad: todos tahúres

Imagen del episodio de Informe Semanal aludido

En las últimas semanas ha circulado por las redes sociales un episodio de Informe Semanal (histórico programa de Televisión Española) del año 1981 dedicado a la homosexualidad, donde se pueden escuchar aseveraciones como las que siguen: «Cuando se habla de homosexualidad surgen, sucesivamente, el chiste, la media sonrisa, el desconcierto y el rechazo», «sería una desgracia horrible si me enterara de que un familiar mío es homosexual», «debe de ser una enfermedad», «si no prohibida, la homosexualidad no debería estar permitida en el sentido de que no se pudiera hacer propaganda de la misma», «una enfermedad más», «que no perjudiquen a quienes no lo son y no les den malos ejemplos», «lo que es un exceso es el día del orgullo gay; no se puede presumir de algo que es una anomalía de la naturaleza», «los padres de un amigo mío se suicidaron al saber que su hijo era homosexual», «la mayoría de familias consideran que ante la homosexualidad la única solución es llevar al hijo al médico», «es corriente que la familia piense que la homosexualidad es una enfermedad», «la convivencia homosexual-heterosexual resulta difícil en una sociedad que no les acepta; se ven obligados a aislarse, solo pueden expresarse en lugares concretos, están simplemente tolerados y son constantemente vigilados», «rechazamos el gueto al que nos lleva la sociedad, pero mientras no seamos admitidos seguiremos teniendo que vivir a través de esta vida de oscuridad que supone el gueto», «a los homosexuales les falta un largo camino por recorrer para que nuestra sociedad los acepte como individuos de pleno derecho».

No es el objetivo de este comentario entrar a valorar si la homosexualidad es una enfermedad o cuál debe ser la manera de afrontar la homosexualidad en una comunidad política digna de tal nombre. Tan solo pretendemos enfrentar, en lo que respecta a la percepción sobre la homosexualidad, la España de 1981 (una sociedad ya ciertamente arrasada por el Régimen del 78, pero en la que todavía quedaban reminiscencias de la etapa anterior del general Franco; régimen este último que, si bien estaba muy alejado, incluso en las antípodas en algunos aspectos, de los fundamentos políticos tradicionales, había logrado impedir que España se permeara de los elementos contraculturales que estaban devastando lo poco que quedaba de rescatable en los países de nuestro entorno) con la de hoy en día.

Y a la hora de buscar las razones que explican el cambio de la España de 1981 —que, insistimos, era ya una España muy deteriorada— respecto de la de estos últimos años conviene recurrir (frente al mantra liberal que viene a plantear que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece, y que es el pueblo, en su evolución, quien va marcando la pauta política) a dos aforismos del pensamiento tradicional. El primero lo encontramos en el Eclesiastés: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes» y el segundo en la Epístola exhortatoria a las letras de Juan de Lucena, embajador de los Reyes Católicos: «Jugaba el Rey, éramos todos tahúres; estudia la Reina, somos ahora estudiantes».

Son los gobernantes quienes pastorean a sus pueblos. Si son virtuosos, los pueblos serán virtuosos; si son viles, los pueblos serán viles. Y en España lo que ha ocurrido es un envilecimiento de sus gobernantes, que bien podríamos retrotraer a la llegada de la Revolución a principios del siglo XIX, y que, desde luego, se ha acelerado y agudizado en las últimas décadas con el malhadado Régimen del 78, cuyas raíces se insertan en el franquismo, particularmente a partir del aperturismo de los años 60. Se trata de unos gobernantes no solo viles, sino genuflexos ante las directrices de unas élites judeomasónicas —la logia es la antesala de la sinagoga, como decía Juan Vázquez de Mella— que han querido ensañarse con especial virulencia con la otrora católica España.

Una de las puntas de lanza de ese ensañamiento ha sido la normalización a machamartillo de la homosexualidad —de lo «lgtbi», como se dice ahora—. En un proceso de ingeniería social, se trataba de presentar como normal —incluso como deseable— lo que tradicionalmente en España se veía, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia, simplemente como una cruz que determinadas personas debían soportar en castidad y, desde luego, sin causar escándalo público ni corrompiendo a los menores de edad. Es significativo que, en ese sentido, como muestra de qué hay detrás de todo esto —el odium fidei—, se haya elegido para celebrar el dizque orgullo gay el mes de junio, el mes del Sagrado Corazón de Jesús.

Todo este proceso de normalización de la homosexualidad, como no podía de ser de otra manera, ha tenido lugar con la aquiescencia —cuando no con la aprobación entusiasta—, más o menos disimulada, de los conservadores patrios, pues es sabido que no hay avance revolucionario que no acaben conservando y afianzando. Ahora, los supuestos antagonistas de los conservadores, los progresistas —aunque unos y otros sirven a los mismos amos—, parecen haber superado la cuestión gay y andan en otro tipo de avances, como la autodeterminación de género y el blanqueamiento de la pederastia. Esto ha hecho que cuestiones como el «matrimonio» homosexual sea en estos momentos una bandera propiamente de los conservadores, que, a su vez, harán suyas a no mucho tardar causas como la fluidez de géneros o el sexo con menores —siempre que sea consentido, por supuesto—. Y se cumplirá así la máxima que enseña que los progresistas de hoy serán los conservadores de dentro de veinte años.

En definitiva, como era en un principio, ahora y siempre, todo pasa por que los legítimos gobernantes católicos, que velaban por el bien común inmanente y trascendente, recuperen la autoridad sobre las sociedades —rectius, las comunidades políticas— que un día se les arrebató. Solo así volveremos a disfrutar de la paz de Cristo en el reino de Cristo. Y junio dejará de ser el mes de ningún orgullo —pecado, por cierto, que es la puerta a todos los demás pecados— para que sea el tiempo en el que las familias vuelvan a honrar sus obligaciones hacia el Sagrado Corazón de Jesús.

Gastón J. Guezmindo, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo