En este sentido, denuncia el Santo Padre la existencia de no pocas sociedades sindicales (§37) «dirigidas por jefes ocultos, los cuales imponen una disciplina no conforme con el nombre cristiano ni con la salud pública; y, acaparando todas las fuentes de producción, proceden de tal modo que hacen pagar con la miseria a cuantos rehúsan asociarse con ellos». Mucho habría que hablar también, al respecto, sobre las continuas colusiones entre el Gran Empresariado y el Gran Sindicalismo en los tiempos modernos, siempre al servicio de la Gran Finanza. Pero continuamos con el hilo de nuestro asunto, y pasamos finalmente al tercer tipo de deberes generales del poder público que indicamos al principio: la tutela de los derechos de los particulares. Dice la Encíclica (§27): «Deben, además, religiosamente guardarse los derechos de todos en quienquiera que los tenga, y debe la potestad pública proveer que a cada uno se le guarde el suyo, evitando y castigando toda violación de la justicia. Aunque en el proteger los derechos de los particulares, débese tener cuenta principalmente con los de los débiles y pobres. […] Por esto, a los empleados [mercenarios] que formen parte de la multitud indigente, debe con singular cuidado y providencia cobijar la respublica»; lo cual no es equivalente –comenta Noguer– a la falsa teoría «que proclama como oficio propio de [la potestad] procurar directa e inmediatamente el bien privado de cada ciudadano; [y] tampoco se libraría de falsedad la que, presumiendo de apoyarse en el pasaje de la Encíclica, restringiera ese oficio al bien privado de los [empleados]».
Pasamos ahora del sector de los deberes generales de la autoridad al de sus deberes particulares. En primer lugar, puede intervenir el Poder contra los posibles abusos de los obreros, ya sea tutelando la propiedad privada (§28): «intervenga, por tanto, la autoridad de la respublica, y, frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de las rapiñas de los legítimos dueños»; ya sea previniendo las huelgas (§29): «en esto lo más eficaz y más provechoso es prevenir con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, apartando a tiempo las causas que se ve han de producir un conflicto entre los señores y los obreros».
En segundo lugar, el Gobierno ha de intervenir para proteger a los operarios contra los eventuales abusos de los patronos, favoreciendo tres géneros de bienes: espirituales, corpóreos y externos. Los espirituales tienen relación sobre todo con (§30) «la necesidad de descansar de las obras o trabajos en los días festivos. Lo cual se ha de entender […] del descanso de toda operación laboriosa consagrado por la Religión».
Respecto a la tutela de los bienes corpóreos y externos, tras poner algunos ejemplos, el Papa señala como regla general (§32): «En estos y semejantes casos, como es cuando se trata de determinar cuántas horas habrá de durar el trabajo en cada una de las industrias u oficios, o qué medios se habrán de emplear para mirar por la salud, especialmente en los talleres o fábricas, para que no se entrometa en esto demasiado la autoridad, lo mejor será reservar la decisión de esas cuestiones a las corporaciones [= asociaciones privadas de que antes hablamos], o tentar otro camino para poner en salvo, como es justo, los derechos de los empleados [rationes mercenariorum], acudiendo la respublica, si la cosa lo demandare, con su amparo y auxilio».
Y más adelante confirma (§40): «Para el caso en que alguno del uno o del otro estado [de patronos y obreros] creyese que se le había faltado en algo, lo que sería más de desear es que hubiese en la misma corporación varones prudentes e íntegros, a cuyo arbitrio tocase, por virtud de las mismas leyes de la asociación, dirimir la cuestión. Débese también con gran diligencia proveer [por la asociación] que al obrero en ningún tiempo le falte abundancia de obra, y que haya aportaciones suficientes con que poder subvenir a la necesidad de cada uno, no sólo en los accidentes repentinos y fortuitos de la industria, sino también cuando la enfermedad, o la vejez, u otra desgracia, pesase sobre alguno».
A la vista de estos textos, comenta Noguer que «no parece sino que, cuando quiera que menciona la intervención del [Poder], pisa el Pontífice sobre ascuas: tantos son los reparos, cortapisas y condiciones». Por último, sintetiza Noguer el, quizá, más importante deber particular de la máxima magistratura, con estas palabras: «fomento de la afición a la propiedad privada, especialmente a la territorial». Se trata del famoso párrafo §33 de la Encíclica, que consagra la difusión de la propiedad en la comunidad política, y que ya expusimos en la serie de artículos «La política social distributista de la Iglesia». De esa acción fundamental de la autoridad política se desprenderían tres frutos según el Papa: el acortamiento de la distancia entre los nuevos ricos y los nuevos proletarios; la producción mayor de bienes; y la disminución de la emigración. Aunque es algo largo, creemos merecería la pena citar el final del párrafo en extenso, pues en él se establecen también importantes límites a la injerencia del Poder sobre la propiedad productiva de las familias.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano