¡Qué rayada, tío!

Grupo de música pop «Alaska y los pegamoides» representativo de la «Movida madrileña» de los 80

Me habría gustado saber, antes de entregar este artículo para su publicación, qué idea se hacen Vds. de mí, porque tengo la intención de sorprenderles, pero a lo mejor podría haber sido yo el sorprendido, pues quizá me traicionan mis expresiones y mis referencias fílmicas más de lo que me gustaría. Lo digo porque, cansado como estoy de oír y de leer generalizaciones injustas y despectivas sobre mi generación, a la que la prensa de todos los colores políticos culpa de todos los males, al tiempo que trata de obtener su voto, he decidido, tal vez no romper una lanza a su favor, pero sí desenmascararme como un miembro de la misma. No me llena de especial orgullo, pero tampoco me provoca vergüenza alguna: soy lo que el común de los mortales ha convenido en llamar un millennial. Objetiva e incontestablemente, eso parece querer decir que nací lo suficientemente pronto como para ser consciente del cambio de siglo y de milenio (de ahí el nombre), pero demasiado tarde para molar tanto como los que vivieron la Movida madrileña y otros grandes eventos de resonancia mundial de los 80.

La Gran Vía de Madrid

Ante todo, nuestra generación provoca la desazón más absoluta en las que nos preceden, porque hemos perdido absolutamente todos los principios morales, políticos y religiosos de la gente de bien. No lo voy a negar: hace diez años me estaba graduando en un colegio madrileño reputadamente católico, perteneciente a un grupo de instituciones de enseñanza reputadamente católicas; y me gradué con otra treintena de adolescentes, en su inmensa mayoría reputadamente católicos, apostólicos y romanos, de familias bien, en lo religioso (y en lo crematístico), que acudían a parroquias asociadas al Opus Dei y a Schöenstatt. Me consta, con un grado de certeza más que razonable, que soy el único que conserva hoy en día la fe que todos creíamos profesar cuando, para cerrar el acto de graduación, cantamos alguna ñoñería sensiblera en honor de la Santísima Virgen. Nunca he dejado de preguntarme si reemplazar la Salve y el Magníficat por cancioncillas cutres de pop cristiano (como la repulsiva Ven con nosotros a caminar o la inenarrable Pequeña María, cuyo autor no puedo citar sin estremecerme) pudo haber tenido algo que ver… Para colmo de males, sé por cierto que en el actual estado de cosas (o sea, con mi asistencia a la horrenda, ilegal y perfectamente anticatólica Misa de siempre), los reverendos capellanes de aquel colegio, aunque no osarían negarle la comunión a mis antiguos compañeros que hoy viven en el ateísmo práctico y en el concubinato o el aberrosexualismo más práctico aún, sí que se llevarían las manos a la cabeza si supiesen que se me ha ocurrido asistir a una «Misa cismática» de la FSSPX.

Pues no, no voy a negar que mi generación, en un porcentaje espantoso, carece en efecto de la menor referencia en cuestiones religiosas o morales. Pero sí que niego rotundamente que las hayamos perdido. No se puede perder aquello que no se tiene. Porque a lo mejor resulta que mi generación pasa olímpicamente de instituciones como el matrimonio porque la generación precedente, que hizo del matrimonio un ídolo con los pies de barro se casó en su día con toda pompa y boato para acabar divorciándose con no menos zahora y algazara. Mi generación es, mayoritariamente, hija de padres «católicos»: de padres católicos que nos han dicho cosas como que «el matrimonio se basa exclusivamente en el amor: si el amor se acaba, el matrimonio también»; «sí, yo llegué virgen a mi noche de bodas, porque entonces las cosas eran así… Pero tú tienes la suerte de poder probar si la convivencia funciona, antes de casarte»; «no, no; tu padre y yo decidimos que dos eran más que suficientes: no veas lo que pasó tu abuela criándonos a nosotros ocho». Todas cosas muy católicas, por supuesto.

Tierno Galván en primer plano

Pero tampoco sería justo decir que fue la generación precedente la que lo echó todo a rodar: aunque una generación que se siente orgullosa de haber vivido los años locos de la heroína y de Tierno Galván (no puedo evitar ser de Madrid, lo siento), no me parece especialmente de fiar. Miren, en mi generación hay mucha gente que ha bebido como una esponja y que ha fumado como una chimenea desde los 13, pero no tenemos muertes por sobredosis en nuestro haber.

Decía, que me salgo por la tangente, que también la generación anterior a ésta tiene su parte en el fracaso total en la transmisión de la fe ancestral del pueblo español: es cierto que nuestros abuelos no se han divorciado, gracias a Dios. Pero sí que se han resignado a los divorcios de sus hijos y a sus arrejuntamientos por vía civil; y a alguna que otra salida del armario y han asistido con perplejidad, pero decididos a guardar silencio, a pasar de la asistencia en familia a la Misa del Gallo después de la cena de Nochebuena, a tener que quedarse algún Domingo sin ir a Misa porque ninguno de sus hijos les ha podido acompañar (la palabra está perfectamente elegida).

Y no estoy hablando de familias más o menos de izquierdas o más o menos liberales; estoy hablando de familias más o menos de votar el abuelo a Blas Piñar y los nietos a Pablo Iglesias sin grandes sobresaltos. Y no me digan que «es lo normal», porque a ver si va a haber que enfadarse: me parece tan perfectamente anormal el salto, en dos generaciones, de Fuerza Nueva a Podemos, como me lo parecería el salto inverso del PCE a Vox. Un hecho revelador de graves problemas en el funcionamiento de la correa de transmisión de los valores familiares, abstracción hecha de las ideologías particulares.

Así que me parece un juicio absolutamente injusto espetarnos a los millennials que «no creemos en nada». Porque a lo mejor es el resultado natural de crecer rodeados de figuras de autoridad que decían creer en cosas que no practicaban en absoluto: es muy difícil decirse católico y vivir treinta años como un socialdemócrata sin acabar convirtiéndose en uno (huelga decir que ser socialdemócrata es totalmente incompatible con ser católico).

Alaska en el programa «infantil» de RTVE «La bola de cristal»

Pero quizá la crítica que más me saca de mis casillas es la que pretende cuestionar nuestra cultura y, casi, nuestra inteligencia: primero, porque ni la LOGSE ni la LOE las hemos parido nosotros, sino los gobiernos que eligieron los que podían votar cuando nosotros estábamos aún en la Primaria. Segundo, porque me parece de todo punto inaceptable que quienes elevaron al Parnaso de la lengua castellana los indescriptibles vocablos de los grupos de moda de los 80 (que no voy a poner por escrito), tengan su estrado lo suficientemente alto como para criticar nuestras propias patadas a la Real Academia: quiero decir que Alaska, Hombres G y Mecano le han rendido los mismos servicios a la historia de nuestra lengua que Amaral, El Canto del Loco y Café Quijano. Tercero, porque la improbable defensa de la no-tan-cuestionable cultura de mi generación se encarna, para mí, en la palabra rayada. Nunca antes la había utilizado, precisamente porque me parecía un exceso verbal muy propio y muy característico de la gente de mi edad; un derivado posiblemente ilegítimo de un inexistente verbo pronominal (rayarse) emparentado con rayar y no con rallar, como muchos de mis coetáneos tienen aún la feísima costumbre de escribir. Rayarse, como sinónimo muy sintético de darle vueltas a un asunto de manera cuasi mórbida; rayada, por tanto, acción o efecto de rayarse.

Es evidente que tales definiciones no forman parte de la lista de entradas del DRAE, pero quizás lo hagan un día. Pero sí que está en el canónico Diccionario (y seguramente desde tiempo inmemorial) rayada: dolor agudo y penetrante. A lo mejor los millennials hablábamos castellano antiguo sin saberlo. A lo mejor los escasos miembros de esta generación muy perdida que hemos reaccionado, bien que mal, a la honda impresión que nos ha producido contemplar, detrás de nosotros, generaciones y generaciones de católicos que han desaparecido en el curso de los últimos 50 años y, ante nosotros, nada menos que el Abismo, tenemos derecho a decir, sin que se nos acuse de ser malhablados:

¡Qué rayada, tío!

G. García-Vao