Uno de los personajes más divertidos de la ya de por sí muy divertida La niñera mágica es el de la Sra. Quickly, interpretada de manera genialmente histriónica por Celia Imrie. Se trata de una dama de lo más rococó, varias veces viuda, que vive en una especie de palacete de porcelana y tafetán en tonos pastel; su sola apariencia ya ofrece una pista estupenda sobre el rasgo fundamental de su carácter: es una auténtica snob con pretensiones. De ese tipo de gente quisiera hablarles hoy, ya que celebramos el aniversario de alguien que es el perfecto reverso negativo de un snob.
La película, como saben (y si no lo saben, vayan a verla y terminen después de leer), cuenta, básicamente, la historia de un infeliz viudo con siete vástagos cuyas travesuras dan para sumario de un Tribunal de Menores que proyecta volver a casarse, por el no demasiado innoble motivo de conservar la asignación económica de su tía política, lady Adelaide Stitch (interpretada por la siempre mayestática Angela Lansbury), medio indispensable para mantener a su numerosa prole, ya que su oficio de embalsamador [¿ven cómo otras sepulturas son posibles?] no le procura lo suficiente. Lady Adelaide le exige proporcionar a sus hijos una nueva madre, en vista de su ingobernabilidad (la lista de niñeras que han huido de la casa despavoridas hasta el momento es digna de mención). Ante la trágica escasez de doncellas casaderas en el pueblo, el Sr. Brown (que así se llama en la película Colin Firth) se resigna, ante la atónita mirada de sus socios en el negocio de la sepultura, a tratar de cortejar a «esa mujer».
Por supuesto, sus ingeniosos retoños no van a rendirse sin luchar y preparan toda una serie de gamberradas que, por sí o por no, acaban con la Sra. Quikly marchándose muy airada de la morada de los Brown. Enterados poco después por su padre del verdadero motivo de su infame proyecto de segundo matrimonio, los niños proceden a arreglar el entuerto de una manera que será tratada en otro artículo.
El caso es que el día de la boda acaba por llegar y tiene lugar una patética escena de recepción por parte de la futura Sra. Brown a lady Stitch y su séquito (no me resisto a mencionar a los lacayos filipinos con pelucas azuladas), con una verborrea bastante lamentable que termina con la alabanza del «aura de majestuosismo» de que rebosa la estancia con la llegada de la digna aristócrata. El lapsus linguæ me parece de lo más afortunado, la verdad, porque proporciona un contrapunto, no por cómico menos necesario, al vocablo original tan torpemente deformado. Porque, si hay quienes rebosan majestad (como la referida Angela Lansbury), hay también quienes están transidos de majestuosismo, como si se tratase de una enfermedad, de una imitación simiesca o de un muy lamentable querer y no poder. De la tercera especie de delirios regios ya hablamos cuando lo de la capa de Pedro Sánchez y no ha lugar volver a comentarlo.
Hablemos hoy de la realeza; porque yo, lo confieso, no siento ninguna vergüenza verbal en hablar, por ejemplo, de D. Felipe y de su señora esposa como de los reyes de España. Que la Guardia Pretoriana del Protocolo Carlista guarde un instante sus espadas y me lea con atención y con indulgencia:
Felipe es rey, porque así lo dice la Constitución Española de 1978; es lógico y natural que los carlistas, como cualquier persona con dos dedos de frente, nos horroricemos con una cadencia cotidiana de tener que vivir en un Estado construido sobre los frágiles y putrefactos fundamentos de ese texto legal. Empero, creo que eso no nos da derecho a jugar a embrollar el lenguaje a voluntad, como si fuésemos Ministros de Igualdad o filósofos de la escuela hegeliana. Se lo digo con total franqueza: «Felipe-llamado-VI», «el-jefe-del-Estado-español-Felipe-Juan», etc. me parecen sintagmas de la misma calidad cervantina que «los ciudadanos y ciudadanas» e «interrupción voluntaria del embarazo» y, por lo mismo, a proscribir sin vacilaciones de nuestro vocabulario cotidiano. Y recalco cotidiano.
Por lo que a la Constitución se refiere, mañana podría modificarse y reemplazar el título de rey con el que honramos a Felipe de Borbón, por el de Gran Mamamuchi del final de El burgués gentilhombre de Molière. Y la realidad de las cosas seguiría siendo exactamente la misma, sólo que a los carlistas seguramente nos molestaría menos y no dejaríamos de llamar a Felipe, en pleno respeto al orden constitucional vigente, Gran Mamamuchi de España. Y esta doble vara de medir me parece un error: la Constitución puede decir lo que le dé la constitucional gana, porque, lleve Felipe el título que lleve, es evidente que no está a la altura histórica de los acontecimientos: sólo un memo podría creer que, por el hecho de llamarse «rey», Felipe es algo ni remotamente parecido a cualquiera de sus cinco predecesores del mismo nombre (por no hablar más que de felipes). La realeza es mucho más que una cuestión de títulos y me temo que insistir con testarudez en dar la batalla de los nombres más allá de lo sintácticamente razonable, en lugar de concentrarnos en lo que significan esos nombres, sólo puede ser contraproducente para la Causa. Ya sé que yo soy particularmente malpensado, pero no es descabellado creer que haya otros, además de mí, a quienes nuestros circunloquios dinásticos puedan sonarles, a veces, a lenguaje inclusivo carlista.
Máxime cuando la propia Historia (la nuestra, además), nos proporciona un giro a la vez simple, respetuoso con el orden político accidentalmente existente (y con las reglas de estilo de la lengua española), que consiste en designar a D. Felipe por lo que es en realidad: rey constitucional de España. Como cuenta muy bien D. Rafael Gambra en su Historia de la primera guerra civil española, durante el Trienio Liberal, los partidarios del desgobierno masónico castigaban severamente a todo proclamador de vivas al Rey, pues en aquella coyuntura revolucionaria, el único grito aceptable era el de ¡Viva el Rey constitucional! Todo Rey que haya aceptado hacer depender su legitimidad como gobernante de una Constitución, cualquiera que ésta sea, está ya afectado de una sarna liberal de muy difícil curación, con lo que el título en cuestión no me parece en absoluto laudatorio. Y quizás, se me ocurre, explicitar esta diferencia de fundamento del poder real sea mucho más importante para la supervivencia del carlismo…
Pero es que, además, una cosa es no haber abandonado nuestra secular lucha por la Santa Causa del trono y el altar y muy otra pretender reescribir la Historia. El día que el Rey de España vuelva a su Corte de Madrid, ¿borraremos a los Borbones liberales de nuestros libros de Historia, como el Sanchecismo quiere borrar todo acontecimiento anterior a 1812 por no liberal? ¿Nuestro legítimo desprecio por el periodo alfonsino de nuestra Historia nos conducirá a un salto mortal temporal, de 1833 a 20… como hacen los portugueses con o século filipino? ¿Proclamar en alta voz que Alfonso XIII fue un usurpador nos exigirá suprimirle el numeral? Porque, les recuerdo que también los antipapas se conocen por su número en el listado oficial de romanos pontífices y, así, hay un Juan XXIII, antipapa del Conciliábulo de Pisa y un Juan XXIII… Que es harina de otro costal.
Los más brillantes naturalistas (o sea, no Charles Darwin), saben que dos especies animales pueden parecerse muchísimo en sus características externas y, sin embargo, distinguirse con toda claridad por la manera en que llevan a cabo sus operaciones vitales. Creo que resultaría perfectamente concebible la invención de una etología regia: de la misma manera que el entomólogo experto puede diferenciar dos cuasi idénticas avispas por el modo en el que atacan a sus presas, el monarcólogo avezado podrá distinguir netamente entre dos especies de reyes, en atención a la presencia de Majestad, en el Rey Legítimo y de una burda imitación, llamada Majestuosismo en el Rey Constitucional. El mundo de la botánica también ofrece numerosos ejemplos: no creo que nadie vaya a decirme que el castaño de Indias no es un castaño, sólo porque da castañas pilongas que no se pueden comer… Concentrémonos en evitar que la gente se intoxique comiendo frutos venenosos (vegetales o ideológicos) y llamemos, si así lo quieren y por el momento, rey a Felipe VI, que así lo manda la Constitución. No durará para siempre, al igual que la majestad constitucional, que tiene en su mismo principio el germen de su destrucción. Que se queden con su realeza Constitutionis gratia, que nosotros tenemos una que lo es Dei gratia, cuyo fundamento es eterno e indefectible.
Le deseamos muy buenas vacaciones al rey constitucional, que estará no haciendo nada en Palma (o sea, lo que hace siempre, pero en Palma) y muy feliz cumpleaños al Rey Legítimo, el Abanderado de la Tradición.
G. García-Vao