El 16 de julio de 1212 un ejército cristiano encabezado por el rey de Castilla Alfonso VIII derrotó en las Navas de Tolosa al ejército del califa almohade Muhanmad al-Nasir, llamado en las crónicas castellanas el Miramamolín, deformación fonética del árabe Amir al-Muminin, «Príncipe de los creyentes». No fue un enfrentamiento más de los muchos que a lo largo de ocho siglos se dieron en las tierras hispánicas entre cristianos y musulmanes, lo que le dio singularidad en su época fue el carácter de cruzada, de batalla por Dios y por la Fe. Conviene, por tanto, que en este mes que conmemoramos la última cruzada española pongamos nuestra atención en aquella otra, por si pudiéramos alcanzar alguna luz sobre el sentido de la guerra santa.
Pero, como sería imposible comprender el hecho aislado de la batalla sin conocer su contexto histórico y la figura del rey Alfonso VIII, se nos permitirá remontarnos a los inicios del reinado de éste, incluso antes, porque entonces se dio otra batalla que nos concierne, una batalla por el rey legítimo. Lo haremos espigando en los relatos de dos coetáneos de aquel rey. Por un lado, la Chronica latina regum Castellae, compuesta por Juan de Soria, obispo de Osma, en el primer tercio del siglo XIII (citamos CLRC, Crónica latina de los Reyes de Castilla, edición y traducción de L. Charlo Brea, 1984). Por otro, De rebus Hispaniae, también llamada Historia gothica, escrita durante la primera mitad del mismo siglo por Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, testigo presencial y protagonista en la batalla de las Navas (citamos HHE, Historia de los hechos de España, traducción de J. Fernández Valverde, 1989).
La España feudal
En 1135 Alfonso VI, rey de León, fue coronado solemnemente como Imperator totius Hispaniae. El título imperial no suponía la unidad política de los reinos hispánicos cristianos bajo una misma corona, sino que los reyes de Aragón, Navarra, el conde de Portugal (reconocido rey en 1143) y el conde de Barcelona, emparentados entre sí por lazos familiares, reconocían la preeminencia jerárquica del rey leonés y le juraban fidelidad al rendirle pleito homenaje en ceremonias que conllevaban la entrega y recepción de feudos, del mismo modo en que cada rey procedía en su reino con los nobles. El Emperador murió en 1157 y dividió su reino entre sus hijos; Sancho III, que era el primogénito, heredó Castilla y Fernando II heredó León. Ninguno de los dos reclamó el título imperial y aunque parece que Fernando reconoció la preeminencia de su hermano mayor y estuvo dispuesto a rendirle homenaje (HHE VII, xiii), Sancho murió antes de cumplirse un año de su reinado.
Minoridad de Alfonso VIII
En 1158 Alfonso VIII sucedió a su padre Sancho III siendo un «tierno infante de apenas tres años, y hubo tanta turbación en Castilla como no había habido anteriormente en mucho tiempo (CLRC, 9)». Antes de morir, Sancho había hecho jurar a la nobleza castellana que al cumplir su heredero los quince años le habría de devolver los feudos que antes habían recibido de él para que su vez su hijo se los entregara tras previa rendición de pleito homenaje. Sin embargo, la nobleza castellana, dividida en bandos acaudillados por los linajes de los Castro y los Lara, se enfrentó en guerra civil por la custodia del niño. La ocasión fue aprovechada por Sancho VI de Navarra, tío materno de Alfonso, para deshacerse de la hegemonía castellana y apoderarse de las tierras de La Rioja. Por su parte, su tío paterno, el rey Fernando II de León, quiso hacerse con la persona del niño, no sólo para controlar los asuntos de Castilla sino con la intención de armarlo caballero cuando alcanzara la edad suficiente, ceremonia que llevaba aparejada la del pleito homenaje, y convertirlo así en su vasallo; por eso, azuzó la guerra entre los castellanos, invadió Castilla y se hizo con muchos lugares y ciudades. «Por aquel tiempo, matanzas innumerables e infinitas rapiñas, desordenada e indiscriminadamente, eran llevadas a cabo en todas las partes del reino (CLRC, 10)». El conde Manrique de Lara, entonces tutor de Alfonso y regente de Castilla, viendo el peligro que corría el niño lo puso a salvo en Soria, «en manos de leales, en la parroquia de Santa Cruz» pero no pudo evitar que durante doce años Fernando se enseñoreara de Castilla e impusiera tributaciones, hasta el punto que él mismo se vio obligado a rendirle homenaje, lo que incluía la entrega del rey niño como vasallo. Llegó así el rey Fernando a Soria para recibir el homenaje de su sobrino y los leales que los custodiaban se lo entregaron al conde Manrique, «libre os lo damos y libre guardadlo», le dijeron, y al tomarlo el conde en sus brazos, el niño comenzó a llorar y lo metieron en una casa para darle de comer, ocasión que aprovechó «un caballero, valeroso y leal, Pedro Núñez de Fuente Armengil» que «cobijó al rey bajo su capa y a lomos de un caballo muy veloz lo llevó aquel día hasta el castillo de San Esteban (HEE VII, xvi)». Advertido del engaño, Fernando ordenó a sus caballeros que salieran en persecución del niño, pero sus leales lo fueron ocultando por castillos y villas hasta ponerlo a salvo.
Lealtad al señor natural
Tiempo después, Fernando reprochó al conde Manrique que hubiera dejado escapar al niño y lo acusó de felonía y éste se defendió con palabras que no queremos dejar pasar por alto: «Desconozco si soy leal o traidor o felón, mas lo cierto es que en la manera que me fue posible liberé al niño, mi señor natural (HEE VII, xvi)». El concepto de señorío natural puede rastrearse ya en el siglo XII, por ejemplo en el Cantar de Mío Cid, pero no viene definido de forma taxativa hasta años más tarde en el siglo XIII, en concreto en las Partidas de Alfonso X (II y IV), como el vínculo de fidelidad, servicio, honra y defensa de que unía y obligaba a los nacidos y arraigados en un territorio con el señor del mismo, vínculo inherente por semejanza al orden divino y que se situaba por encima de los vínculos de vasallaje contraídos bajo juramento en las ceremonias de pleito homenaje. Alfonso era señor natural de Castilla por legitimidad de origen, aunque «desheredado como si no fuera el primogénito del emperador, del que debía ser heredero con todas sus consecuencias (HEE VII, xvii)» y así lo entendieron el conde Manrique y el tribunal que lo juzgaba, posiblemente la curia real, que lo absolvió unánimemente (HEE VII, xvi).
Es interesante constatar que, más que los grandes nobles que como el propio conde estaban sujetos a las relaciones de vasallaje, el núcleo de leales que en última instancia ejecutó el plan de huida del niño Alfonso VIII y lo mantuvo oculto lejos del alcance de su tío estuviese formado hidalgos, como Pedro Núñez, y pequeños caballeros de las ciudades castellanas, entre los que pesaban más los vínculos territoriales que los arraigaban al reino y a su señor natural que los vínculos de fidelidad personal que sustentaban la pirámide feudal, en lo que quizá podamos ver ya una prefiguración de la indisolubilidad del binomio Patria-Rey, que es fundamento de la Monarquía Tradicional. Y para que no falte Dios, sustento necesario de los anteriores, prosigamos la lectura de los Hechos de España, donde al arzobispo de Toledo, a continuación del relato de la fuga del niño, dedica todo un capítulo a la alabanza de la fe y la lealtad, que es un canto al orden político natural. «¿Qué hay más glorioso que la fe? Sin la fe no se puede agradar a Dios [..] ¿Qué se puede desear más que la lealtad? Como es provechosa y honrada, Dios, que todo lo puede, no quiso que el mundo se gobernase sin ella, porque si ella llegase a desaparecer el hombre no se sometería al hombre ni nadie estaría seguro de los demás, y no habría acuerdo entre los hombres, sino que nadie se bastaría por sí solo y así perecería el género humano, y en consecuencia todo habría sido hecho en vano (HEE VII, xviii)».
(Continuará)
Javier Quintana, Círculo Hispalense