El rey Alfonso VIII de Castilla y la cruzada de 1212 (II)

Rey Don Alfonso VIII de Castilla. Escultura situada en la Diputación Provincial de Soria. Foto: Turismo Soria

De la restauración del reino a la derrota de Alarcos

En 1170 Alfonso VIII cumplió los quince años y fue jurado rey en las cortes de Burgos y «hecho un poco mayor, el rey comenzó a actuar virilmente y a confortarse en el Señor y a ejercitar la justicia, a la que siempre amó y sirvió con poder y sabiduría hasta el fin de sus días (CLRC, 10)». Se enfrentó a su tío Sancho VI de Navarra y recuperó La Rioja; hizo la guerra a su tío Fernando II de León y recuperó lo que éste le había arrebatado; hizo la guerra a los musulmanes y conquistó Cuenca, edificó Plasencia y encomendó a la orden de Calatrava la ocupación y defensa al sur del valle del Guadiana.  En 1188 murió Fernando II de León, al que sucedió su hijo Alfonso IX, que en las cortes de Carrión fue armado caballero por su primo Alfonso VIII, al que rindió homenaje muy a disgusto suyo (HEE VII, xiv). Entonces, cuando parecía haber recuperado y recompuesto todo lo que había perdido durante su minoridad, decidió Alfonso lanzarse abiertamente sobre las tierras musulmanas del valle del Guadalquivir. Mandó la campaña el arzobispo de Toledo don Martín López, que corrió las tierras béticas y volvió a Toledo con un magnífico botín. Encolerizado el califa, reunió su ejército en África, pasó el Estrecho y se dirigió a Castilla. Alfonso reunió el suyo en Toledo y, sin esperar la ayuda de los otros reyes cristianos, quizá imprudentemente, buscó el enfrentamiento con el africano. El encuentro se produjo unos kilómetros al sur del río Guadiana, junto al castillo de Alarcos, el 19 de julio de 1195, resultando una estruendosa derrota de las armas cristianas.     

Una coalición de impiedad y ecos un amor cortés

Los años siguientes fueron años de guerra entre cristianos. Los reyes de León y Navarra, «aliados con los moros en una coalición de impiedad (CLRC, 16)», vieron la ocasión para desquitarse con el de Castilla, le declararon la guerra e invadieron sus tierras. Contó sin embargo Alfonso con la ayuda del joven rey de Aragón y conde de Barcelona Pedro II, alianza auspiciada por la madre del éste, Sancha, tía paterna de Alfonso, a quien «amaba sobre todos los hombres» y «aprovechando la ocasión, el fuego del cariño, que había estado un poco oculto en el pecho de la reina en vida de su esposo, por miedo al mismo, estalló en una llama manifiesta y confederó firmísimamente a su hijo con el rey de Castilla (CLRC, 17)». Rescoldos quizá de un antiguo y secreto amour courtois, no necesariamente carnal, en el los amantes establecían lazos de fidelidad de por vida, trasunto de los vasalláticos.

El califa almohade no sólo prestaba ayuda económica y militar a los enemigos de Alfonso VIII, sino que sus ejércitos corrieron las tierras del valle del Tajo, asediaron Toledo y se apoderaron de los castillos y plazas fuertes que defendían la frontera sur del reino, aunque no dejaron del todo expedito el camino para una invasión definitiva porque el castillo de Salvatierra, defendido por los caballeros de Calatrava, persistió como última plaza avanzada y salvaguarda de Castilla. Llegado a este punto, Alfonso solicitó una tregua al almohade, que no tuvo empacho en abandonar a sus aliados cristianos, y se dispuso a dar fin a los conflictos con León y Navarra. Con León firmó la paz a través del matrimonio de su hija Berenguela con Alfonso IX, llevando aquella como dote los territorios en disputa entre ambos reinos. Con ayuda del rey de Aragón invadió Navarra y se apoderó de Vasconia, obligando a que el rey Sancho VII se refugiara en Marruecos al amparo del califa.

La guerra santa, juicio de Dios

Pudiera Alfonso haberse conformado con haber reestablecido, una vez más, su hegemonía sobre los otros reyes cristianos, pero «aquel noble rey, que anhelaba morir por la fe de Cristo, soportaba a duras penas, aunque con inteligencia el deshonor de la última derrota. Y como siempre aspiraba a las grandezas, no consistió el prolongar la tregua por más tiempo, sino que, empujado por su afán de superación y por el amor a su fe, lanzó la guerra en el nombre del Señor (HHE VII, xxxiv)». Pero la guerra comenzó con una estrepitosa derrota. Tras un inicial ataque castellano sobre la cabecera del valle del Guadalquivir en el año 1210, los musulmanes contraatacaron y rindieron el castillo de Salvatierra. Tomado el último bastión cristiano por el enemigo, Castilla quedó abierta a la invasión musulmana y de nuevo el califa cruzó el Estrecho al mando de un imponente ejército dispuesto a doblegar definitivamente al rey cristiano. Si Alfonso VIII hubiera sido un fatalista, hubiera aceptado la nueva derrota y la imposibilidad continuar la lucha, se hubiera replegado a lugares seguros y se hubiera limitado a una guerra defensiva sin posibilidad de victoria. Sin embargo, no sucumbió el rey al desánimo ni intentó contemporizar con su enemigo, sino que fue en el peor momento de la derrota cuando se fortaleció en su corazón la esperanza en la victoria y «después de fructífera deliberación con el arzobispo, los obispos y los nobles, declaró en persona, entre las aclamaciones de todos, que era preferible comprobar la voluntad del cielo en el peligro del combate que contemplar los males de la patria y de los santuarios (HEE VII, xxxvi)».

Decidido a jugárselo todo en un solo envite, entendió Alfonso la guerra como una ordalía, un juicio de Dios, y retó al califa a un enfrentamiento en batalla campal. ¿Pecaba el rey de imprudencia? ¿No tentaba Alfonso al Cielo? No, no era Alfonso un voluntarista obcecado en su deseo de revancha, más bien parece que mantuvo intacto el convencimiento y la confianza en que su causa era la causa de Dios. Pero esto mismo sostenían los musulmanes, animados por el espíritu de yihad. ¿De qué lado estaba Dios? ¿A quién auxiliaría en la batalla? ¿A quién otorgaría la victoria? Alfonso no tenía dudas. Si el combate era por Dios, se habría de decidir según su voluntad,  saldría vencedor aquel ejército que obtuviera el auxilio de su gracia. Era fundamental por tanto impetrarla y «el Altísimo, que es paciente vengador, viendo el deseo del glorioso rey, inclinó sus oídos y desde el excelso trono de su gloria escuchó su oración. Y así pues el Espíritu del Señor irrumpió en el rey glorioso y lo revistió de la fortaleza de lo alto y así llevó a la práctica lo que durante mucho tiempo había pensado (CLRC, 23)».  Obtenida la gracia divina se hacía necesario conservarla cumpliendo las condiciones de mismo Dios y así, se dispuso al combate con austeridad, diríamos que con espíritu penitencial, encauzando todos los recursos y energías del reino en pro de la causa y «ordenó pregonar por todas las provincias de su reino que los caballeros e infantes, abandonando lo frívolo de las vestiduras, tanto oropeles como cualquier adorno que no competía a la empresa, se proveyesen de armas convenientes, y que los que antes desagradaba al Altísimo con la futilidad, lo agradasen ahora con lo necesario y conveniente (HEE VII, xxxvi)».

La Cruzada, guerra justa y tiempo de gracia

Alfonso envió a Roma al obispo de Segovia para que Inocencio III otorgara la consideración de Cruzada a la campaña. Suponía esto que por la autoridad papal se predicaría en las cortes y ciudades cristianas como guerra justa en defensa de la Fe para que pudieran alistarse no sólo príncipes y caballeros, que por su condición social se dedican al servicio de las armas, sino cualquier hombre que en edad y condiciones pudiera luchar, considerando a todos sin distinción de orden social miembros de la militia Christi. Quien se sumaba a la Cruzada asumía un voto religioso que exteriorizaba signando sus ropas con una cruz y emprendía una larga peregrinación hasta el lugar del combate, actos de expiación de las penas temporales impuestas en el sacramento de la penitencia, que entonces no se limitaban al rezo de unas avemarías, sino que implicaban largos peregrinajes, ayunos y abstinencia conyugal durante mucho tiempo, incluso años, así que muchos se enrolaban en la cruzada buscando la salvación del alma, además de otros beneficios materiales, no ignoremos que la guerra es también una actividad económica, aunque a riesgo de perder la vida.

(Continuará)

Javier Quintana, Círculo Hispalense