Uno de los pasajes más famosos de las Sagradas Escrituras es el de la respuesta de Jesucristo a la «pregunta saducea» (en realidad farisea en este caso) sobre la licitud del pago del tributo al César. Los fariseos eran la «derecha» de la época, y no sólo se las daban de moralmente puros y religiosamente ortodoxos (tradicionalistas, conforme a sus tradiciones voluntaristas que servían para anular las leyes morales o mandamientos de Dios), sino que aparecían también como campeones del nacionalismo judío frente a la ominosa ocupación de su país por la potencia extranjera romana.
La respuesta de Cristo ha sido objeto por los Padres de la Iglesia de una interpretación que consagra la distinción entre el orden temporal y el religioso, ambos confundidos y absorbidos en el mundo antiguo por la potestad temporal. Interpretación confirmada multitud de veces por el Magisterio de la Iglesia. Pero no nos interesa aquí esta ortodoxa y tradicional inteligencia moral del pasaje, bien conocida de todos, sino el sentido originario y literal de la respuesta de Cristo, la cual produjo, según el texto, «asombro» o «admiración» en sus interlocutores. Es evidente que su asombro no podía provenir de una supuesta comprensión de la respuesta en el sentido apuntado (que es un sentido legítimo excogitado por la hermenéutica posterior), ya que, si había precisamente algún pueblo de la antigüedad en el que estaba clara esa distinción entre los dos poderes, era precisamente el pueblo israelita. La clave para entender literalmente todo lo que queda implicado en la respuesta se encuentra en los dos verbos utilizados por Cristo y los fariseos. Cuando los fariseos Le preguntan si está permitido pagar el impuesto al César, en las Escrituras aparece el verbo didomi (dar); pero cuando Cristo les responde con su conocida sentencia, aparece el verbo apodidomi, que significa «devolver». Por lo que Jesucristo, en realidad, lo que les dice es: «Devolved al César lo que es del César, y [devolved] a Dios lo que es de Dios». Cristo, previamente, les había pedido a los judíos que Le enseñaran una moneda del tributo, y a continuación les hace la pregunta retórica de cuál es la imagen y la inscripción que hay en ella: obviamente, la del César. Es entonces, con su famosa contestación definitiva, cuando pone en evidencia la falacia «nacionalista» y «religiosa» de los judíos de una sola tacada.
En lo que se refiere a la cuestión nacionalista, deja en claro la hipocresía de los judíos. Es bien sabido que una de los atributos naturales de la soberanía es la potestad tributaria, de tal forma que el pago de impuestos, según los judíos, vendría a ser un reconocimiento tácito de la legitimidad del poder romano sobre Israel. Pero Cristo deshace de un plumazo ese pretexto de los judíos, pues éstos ya habían aceptado de antemano otra forma de sujeción a Roma todavía más grave: la aceptación de su moneda. Es realmente aguda la ironía que usa Cristo contra los judíos: «vosotros os decís patriotas y nacionales contra Roma y por eso decís que no queréis pagar tributos para así no reconocer su soberanía; pero vosotros ya habéis aceptado esa soberanía al aceptar gustosamente su moneda, que es precisamente el atributo de soberanía más importante de una potestad». Los fariseos eran codiciosos, y si no querían pagar tributos era por su codicia y nada más. Si la más importante de las prerrogativas de la potestad es la de emitir dinero, y esa facultad la habían aceptado los judíos, con mayor razón deberían aceptar su potestad de retirar de circulación (por medio de los tributos) ese mismo dinero emitido, y, por tanto, los judíos, deberían aceptar también devolver al César lo que es suyo, y que ellos previamente han acatado.
Pero el corolario principal de la sentencia definitiva está en la parte religiosa. Del mismo modo que la moneda tiene la imagen del César y deben devolvérsela porque ellos han aceptado tácitamente su soberanía política (al acatar y aceptar su soberanía monetaria por codicia), así también el hombre tiene la imagen de Dios, y, por tanto, tienen que dejar de secuestrarlo y devolvérselo a Dios. En otros pasajes de las Escrituras Cristo había acusado a los judíos de haber cerrado las puertas del Reino de Dios, no sólo a sí mismos, sino también a los demás («no entráis, ni dejáis entrar»). Los judíos, so capa de pureza y ortodoxia, ejercían una tiranía «conservadora» (conservadora de sus costumbres y tradiciones espurias anuladoras de la Ley de Dios) sobre el antiguo Israel, tratando de impedir que éste se uniera a Cristo y le reconociera como el verdadero Mesías anunciado por la Ley y los Profetas. Creemos que con esta explicación se podrá entender mejor por qué los judíos se «quedaron sorprendidos» ante la respuesta denunciadora y reprochadora de Cristo contra ellos.
Félix M.ª Martín Antoniano