A confesión de parte, relevo de pruebas

31 de julio del 2022 – Domingo VIII después de Pentecostés

Ante los rumores acusadores y la determinación de su señor de quitarle la administración, el administrador infiel de este domingo, confiesa que es orgulloso y perezoso al afirmar: «Fodere non valeo, mendicare erubesco», «¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza» (Lc XVI, 3).

Hoy 31 de julio, celebramos a San Ignacio, el que en el principio y fundamento de sus Ejercicios espirituales nos recuerda que Dios nos ha creado «con un propósito»,  explicitando que el fin de nuestro ser, y por eso mismo, nuestra razón de ser, es la siguiente: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es creado».

La soberbia resulta un obstáculo para todos, no sólo para el administrador infiel de la parábola, pues por el orgullo nos apropiamos aquello que pertenece a Dios. Nos impide reconocer que por nosotros mismos nada poseemos y todo se lo debemos al Señor, olvidando lo que nos decía San Pablo: «¿Y qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (I Cor, IV, 6). Es el orgullo de «servirse sin servir», donde nuestro ego nos impide referir todo al Señor.

El orgullo y la soberbia dificultan la «abnegación» de la propia voluntad, al elegirse a uno mismo como fin último de las acciones e intenciones. En las almas orgullosas el amor propio trabaja por un fin propio, y, en ellas, prevalece la voluntad individual y el criterio propio. Siempre actúan en función de su ego, que las encierra en el mezquino y estrecho círculo de sus intereses. Olvidan que se desprecia la voluntad de Dios cuando se rechaza la cruz de cada día, donde están llamadas a morir al amor propio con todo su cortejo, de la tan numerosa familia de apellido «Propio». Son granos de trigo que jamás podrán dar el ciento por uno, porque se resisten a morir en el surco.

El orgullo rechaza toda orden y jerarquía con furiosas revoluciones, que se multiplican ad infinitum con diabólica dinámica. Soberbia que desprecia las correcciones de aquellos que no quieren ver la higuera arrancada y quemada, esperando que con agua, abono y poda, pueda algún día dar frutos benditos. Son higueras de frondoso follaje, pero de frutos: nada, nada de nada.

El segundo de los defectos del administrador infiel y mundano de la parábola era la pereza. Pereza y cobardía para salir de la zona de confort, personal o comunitaria. La pereza aborrece las molestias que pueda implicar «abrazar la cruz y seguirle» (Mt XVI-21), pero es muy hábil para encontrar excusas cuando el Señor nos invita, cuando el prójimo nos solicita, cuando la Patria nos necesita y, en definitiva, la caridad de Cristo, urge. Pereza que se niega a derramar el sudor redentor, completando lo que falta a los padecimientos de Cristo (Col I, 24-28).

El Señor de todas las cosas las ha puesto a nuestra disposición con generosidad y amor infinitos, para que sean utilizadas aplicando el principio ignaciano del «tanto, cuanto». Nos ha confiado talentos para que los multipliquemos y no hagamos, como otro mal administrador, el de la parábola de los talentos, que además de perezoso era también cobarde. Había recibido un único talento y cuando tuvo que rendir cuentas a Dios le respondió: «Señor, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!» (Mt XXV,24-25).

Los dos pecados que confiesa el administrador infiel —el orgullo y la pereza— conducen a actuaciones egoístas, y, en su aspecto negativo, son causa de multitud de pecados de omisión. El administrador infiel gastaba todas sus energías en asuntos de esta tierra sin proyección de eternidad. Y los hijos de Dios que son presa de esos pecados, corren el grave peligro de vivir sin considerar el principio y fundamento ignaciano, en detrimento del premio que Dios promete al que es fiel en lo poco, perdiendo esa herencia que Dios promete a sus hijos y a la que hace mención la epístola de hoy (Rom VIII, 12-17).

A todos Dios nos ha hecho administradores, pues a cada uno ha dotado de más o menos talentos (no es esto lo importante) y «lo que Dios espera de un administrador es que sea encontrado fiel» (I Cor IV, 2). No pongamos en esta tierra nuestras ilusiones, porque es así como enterramos nuestros talentos. Trabajemos sin pereza y con humildad en la administración que nos ha sido confiada y así alcanzaremos la herencia que, para sus fieles hijos y leales administradores, Dios nos tiene preparada desde toda la eternidad. Trabajando con denuedo iremos atesorando en el cielo donde no carcome el oxido, ni lo corroen polillas ni ratones, donde jamás entrarán los ladrones. Y más allá de la recompensa individual, no se nos olvide que, además del juicio particular, un día todas las almas de toda la historia deberemos rendir cuentas ante la Santísima Trinidad de la administración que nos fue confiada.

Al comenzar agosto, el mes cordimariano por excelencia, sacudamos la pereza y entremos en la humildad con el ejemplo y la gracia que nos alcanzará el Corazón Inmaculado.

Padre  D. José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista