Párrocos, párrocas y parricidio

«El sol brilla siempre en Kentucky», 1953, con John Ford, Charles Winninger y Arleen Whelan

Sí, el «invierno vocacional» es una realidad. Como también es una realidad que hay oposiciones en las que no se cubren todas las plazas y la solución, en uno y otro caso, debe ser la misma: declarar las plazas desiertas y distribuir el trabajo entre los demás. Del mismo modo que, cuando de los veinte candidatos a Letrado del Consejo de Estado, sólo hay dos que reúnen las competencias necesarias para ocupar una de las tres vacantes no se nombra por uebos [sic] al primer tipo que se ha quedado fuera, ni se recluta a Josefino, el ujier, que es muy majo, muy servicial y que conoce el Consejo como la palma de su mano, porque no tiene ni el Bachillerato, la falta de sacerdotes para atender las parroquias no puede suplirse con reclutas incapaces.

Por supuesto, una vez más estas someras reflexiones, tan de sentido común, son refutadas contundentemente por una realidad (sobre todo eclesial), que parece empeñada en circular a todo vapor por el ramal de la irracionalidad: hace unos meses conocíamos la ocurrencia, pues no es otra cosa, del arzobispo de Ciudad de los Reyes de nombrar párrocos a los laicos, en defecto de sacerdotes, para que se encarguen de las cuestiones administrativo-pastorales, dejando a los presbíteros el cuidado de los aspectos estrictamente sacramentales. Por cierto, que hablo de «Ciudad de los Reyes», no porque tenga nada personal contra «Lima», pero ya que, en Ciudad de Méjico, en Cuzco y en otras partes de las Españas ultramarinas las autoridades se divierten reescribiendo la historia y borrando todos los símbolos de la evangelización, no puedo menos que reaccionar rescatando del olvido tan hermosos nombres. Hecho este pequeño excurso, prosigo.

También hemos sabido que en algunas parroquias de Cataluña hay mujeres que «sustituyen» a los párrocos en «celebraciones eucarísticas» en las que ellas mismas abren y cierran tabernáculos, elevan Hostias y distribuyen comuniones (les remito a los vídeos y a la forma particularmente respetuosa en que ellas mismas comulgan). A Dios gracias, todavía se considera necesaria la visita del señor cura de tarde en tarde para consagrar, pero vamos, para poca cosa más. Que sí, que hay sacerdotes casi octogenarios que llevan once parroquias, pero ¿de verdad preferimos una sola parroquia bien atendida o diez en las que la concurrencia se reboza en el sacrilegio cada semana sin supervisión alguna de la autoridad diocesana?

Cardenal Cisneros

Si alguno de mis lectores es historiador aficionado, quizá vendrá a rebatirme con el ejemplo (tan querido de «teólogas» [sea lo que sea eso], católicas «de base» y gente que sólo es católica para fastidiar, en general), de la «santa» Juana (1481-1534), abadesa del convento de terciarias franciscanas de Cubas de la Sagra, mística de reconocidas virtudes que fue, en efecto, nombrada párroco (y no párroca) por el Cardenal Cisneros, quien tras haberse entrevistado con ella en varias ocasiones, la autorizó a predicar públicamente y se declaró «garante de sus éxtasis». El caso es sumamente interesante; tan interesante como inusitado, pues sabemos de otro montón de místicas de (más) reconocida competencia en asuntos divinos y humanos a las que jamás les picó el gusanillo del púlpito (pienso, evidentemente, en Santa Teresa). Y no me parece que constituya un obstáculo a lo que pretendo decir, porque ninguna de esas respetables señoras catalanas, ni teólogas de por doquier, ni religiosas con ínfulas de predicadora (y, por poner un ejemplo de las tres cosas a la vez, se me ocurre sor Lucía Caram), ni son místicas, ni son de una virtud ni de una doctrina reconocidas ni cuentan con protectores de la talla del Cardenal. Palmario, esto último porque, hoy por hoy, no quedan cardenales de la talla del Cardenal.

Además, la insistencia de ciertas autoridades eclesiales y de ciertos grupos de fieles en buscar sustitutos al sacerdote, no sé por qué tiene ecos de un edípico «matar al padre». Y el parricidio moral del alter Christus no puede no tener resonancias de (nuevo) deicidio.

En la inolvidable El sol siempre brilla en Kentucky (película que retomaba, sin ciertas censuras absurdas que le impusieron a John Ford, el argumento y el protagonista epónimo de su anterior película El Juez Priest), también tiene lugar una escena de sustitución indebida por parte de un personaje indigno, por falta del legítimo titular. La escena, que les cuento sin contexto, por si la quieren ver, es un funeral; el funeral de una mujer de muy mala reputación que, arrepentida y muy enferma, regresa a su ciudad con la esperanza de poder ver a su hija antes de morir. Su hija, que ignora todos sus lazos de parentesco, lo es también de un militar muerto en combate en la Guerra de Secesión, hijo a su vez de un afamado general quien, en atención a las turbias circunstancias de la concepción de su nieta, ni la ha reconocido nunca como tal ni tiene el menor interés en hacerlo ni en socorrer a su infeliz «nuera». Además, lleva años recluido en su residencia, sin querer relacionarse más allá de lo estrictamente necesario con nadie en la ciudad, salvo con sus antiguos subalternos y compañeros de armas, entre los cuales se encuentra el juez Billy Priest. El juez Priest, buen amigo del doctor que adoptó a la muchacha, se cree en la obligación de organizar las exequias de la desventurada, pese al probable daño para su reputación. Incluso se atreve a presidirlo (es Kentucky, donde el catolicismo es un espejismo), dejando el lugar de honor en el primer banco al ausente general, quien debería acompañar a la desolada joven. Ésta entra acompañada por el galán del filme quien, temerariamente, se sienta junto a ella. Cómoda aunque compungidamente instalados y a punto de comenzar el funeral, cuando ya nadie esperaba que saliese de su ostracismo y, menos aún, en una ocasión tan poco «decente» para los puritanos estándares del Sur, el general hace una solemne y mayestática entrada en la iglesia, se acerca al galán y le dice, con toda discreción y corrección:

«Joven, creo que está usted en mi sitio».

Sin más complicaciones, aunque con evidente bochorno, el joven se levanta caballerosamente y cede su puesto al general, quien asiste al funeral tomando a su nieta de la mano.

Pensar que la crisis de las vocaciones es irreversible es casi tentar a Dios: es el Señor y no nosotros, el dueño de la mies y Él sabe cuándo y cómo habrá de enviar más obreros. Evidentemente, desde nuestros ridículos y minúsculos espíritus, nos parece de todo punto imposible que, hoy por hoy, haya jóvenes que quieran entrar al Seminario o al convento en lugar de abrirse un perfil en Instagram y tener cuenta premium en Netflix. Dios, gracias a Él, tiene una visión bastante más global de los acontecimientos.

Suplir a la falta de sacerdotes invitando a señores y señoras a ocupar los puestos de los párrocos, a leer la Sagrada Escritura y a distribuir la Santa Comunión, es una solución digna de nuestras mediocres miras, pero no está a la altura de Dios ni de Su Iglesia. Si en vez de formar a «ministros de la Palabra» y explicarle a doña Pura y a doña Paqui dónde está la llave del tabernáculo y cómo hay que lavarse las manos con gel hidroalcohólico antes de distribuir la Comunión rezásemos más, invirtiendo todo ese tiempo en implorar, devotamente: «Señor, danos sacerdotes», quizá alcanzaríamos soluciones mucho más satisfactorias (y católicas).

En cualquier caso, yo no descarto que lleguemos a vivir, más pronto que tarde, una escena como la siguiente:

En la vieja iglesuca de San Faldistorio de Bracamonte, doña Sinforosa lleva meses ejerciendo de «párroca», organizando la oración común, «predicando» y distribuyendo la comunión que, una vez al mes, el párroco de la «unidad pastoral» de turno consagra in situ. Pero, un domingo, cuando doña Sinforosa está en el punto álgido de su sermón sobre el amor a los transexuales y el reciclaje (apoyado con numerosos pasajes de la Escritura), la chirriante puerta se abre y una especie de visión antediluviana, compuesta de una sotana con un señor dentro hace su irrupción en medio de la «asamblea» y, tras arrodillarse y santiguarse, le dice muy amablemente:

«Joven [eso es porque es muy amable], creo que está usted en mi sitio».

G. García-Vao