El orden social de los señoríos en el régimen de Cristiandad (I)

Señoríos en el siglo XVIII en los Reinos andaluces de Sevilla, Córdoba y Jaén, y en el Reino de Granada, según el «Atlas de la Historia del Territorio de Andalucía», editado por la «Junta de Andalucía», 2009, páginas 70-71

En los artículos sobre «La política social distributista de la Iglesia» hacíamos referencia al viejo orden socio-constitucional de los señoríos característico del Antiguo Régimen, y del que vamos ahora a trazar una somera idea en relación a los ámbitos leonés y castellano. Para ello, es de lectura indispensable el Cap. IV del Tomo II (1861) de la obra monumental Historia de la Legislación y Recitaciones del Derecho Civil de España, de Amalio Marichalar y Cayetano Manrique; el cual, sin perjuicio de alguna que otra matización, describe básicamente bien los orígenes y naturaleza de unas estructuras sociales que las circunstancias de la Reconquista obligaban a los Reyes a adoptar a fin de consolidar la recuperación de los territorios liberados de la usurpación mahometana.

Se partía del principio de la prescripción de cualquier título de propiedad anterior a la invasión extranjera, de manera que todos los terrenos recobrados quedaban bajo el señorío del Rey, quien, a su vez, procedía a repartirlos por donación Real a las clases elevadas asociadas con él en la común labor reconquistadora. Los dominios recuperados y no enajenados que quedaban bajo la jurisdicción directa del Rey son los bienes de realengo; el resto, o bien quedaban bajo la jurisdicción de una familia noble (señorío lego o solariego), o bien de una corporación eclesiástica (señorío eclesiástico o bienes de abadengo, que podían ser de una Diócesis episcopal o un Monasterio), o bien de una Orden Militar. Por lo demás, cabe mencionar, junto al caso normal y general del señorío solariego, el señorío de behetría, en donde eran los vasallos los que elegían a su Señor, ya entre los miembros de un linaje natural de la villa (de linaje), ya sin límite alguno (de mar a mar). Pero lo más importante de todo, a efectos de la susodicha consolidación, eran las repoblaciones auspiciadas por los Señores o propietarios directos, que generaban una extensa red de pequeñas cuasipropiedades en los nuevos pueblos. Lo explica bastante bien un suscriptor anónimo de La Esperanza (1ª época) en una carta publicada en su número de 07/08/1850: los nuevos pobladores poseían sus propiedades «en virtud de un verdadero contrato, por el cual se circunscribía el territorio de cada [pueblo] demarcándolo con límites fijos y estables; para poblarlo se convidaban a cuantos quisieran establecerse en él, dándoles la propiedad de las tierras que pudieran cultivar; estas nuevas poblaciones necesitaban abrir caminos y repararlos, construir fuentes, edificar casas y hornos concejiles, y satisfacer otros gastos comunes: para realizarlo, dejaban indivisas ciertas tierras de las que se habían consignado a cada lugar, y los pueblos usaban de ellas del modo más útil a la comunidad de los vecinos».

Ésta es la génesis, no sólo de los propietarios solariegos de cada casa o familia particular vasalla del Señor, sino de los bienes comunales y de propios de cada pueblo de señorío. Por eso añade después que: «los fundadores de los pueblos [es decir, los repobladores] fueron unos verdaderos socios a quienes el soberano, por su propia autoridad […], dio las tierras asignadas a cada población». Fuera del realengo, como vimos, también las repartía entre las clases altas, quienes, a continuación, en virtud de pacto o contrato, las repoblaban con los nuevos habitadores de aquellas comunidades políticas que caían bajo el señorío jurisdiccional de dichas clases. «Cada nuevo poblador –continúa– se apropió la que podía cultivar, y todos convinieron en dejar indivisa la parte o partes que creyeran convenientes para los usos y gastos de la comunidad. Así como cada uno adquirió la propiedad y el usufructo [normalmente sólo el usufructo o dominio útil, pero eso le convertía en prácticamente propietario] de su parte […], adquirieron también todos el pleno dominio de cuanto destinaron para el uso común [= bienes comunales] y para los gastos generales de la universalidad de los vecinos [= bienes de propios]».

Estos pactos quedaban consagrados en las llamadas Cartas Pueblas, en donde se consignaban los deberes y derechos económicos del Señor y los vasallos, y que se reducían por lo general al uso y disfrute de la tierra por los nuevos pobladores y sus descendientes a cambio de algunos servicios personales y/o de cierto tributo: un canon anual en dinero o en especie, que recibía el nombre de Foro en las tierras de Galicia, Asturias y León, y de Censo en las de Castilla. Hay que recordar que este sistema se aplicaba a cualquier territorio con independencia de quién fuese su Señor directo: los pueblos de realengo, a estos efectos, no constituían sino otro caso concreto más del esquema esencial esbozado. Por otro lado, es importante subrayar la diferencia substancial que existe entre las Cartas Pueblas y los Fueros que se otorgaban a las nuevas comunidades, y que no pocas veces suelen confundirse. Las Cartas Pueblas, como dijimos, poseen una naturaleza contractual y fundamentalmente socioeconómica, en donde se establecen las condiciones para la repoblación y las relaciones entre el Señor y los nuevos vasallos; mientras que los Fueros tienen una naturaleza legal, y denotan el conjunto o cuaderno de Leyes civiles, criminales y tributarias cuya sanción sólo puede provenir del único con facultad legislativa: el Rey.

Félix M.ª Martín Antoniano