Al transcribir el siguiente párrafo de la carta del suscriptor, resulta inevitable acordarse de los lamentos hipócritas que hoy día se destilan al amparo del slogan de «La España Vaciada» por no pocos entusiastas de aquellas continuadas políticas forjadoras de nuestra actual disociedad desarraigada y nomadista perpetradas por los regímenes revolucionarios destructivos del isabelismo, del alfonsismo, del franquismo, y del actual régimen del 78 (sobre todo, en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX): «Atraídos con las ventajas que proporcionaba a los colonos este sistema, se repobló España, que estaba desierta por haber abandonado los españoles sus hogares huyendo de la tiranía de los sarracenos, y porque del mismo modo la abandonaban los moros cuando la reconquistaron nuestros progenitores. A estas nuevas poblaciones concurrieron muchos extranjeros que fijaron en ellas su domicilio; como cada nueva población se componía de gentes tan diversas en genios y costumbres, creyeron sabiamente nuestros Reyes que no podían gobernarse bien con leyes generales, y así formaron para cada pueblo un código especial que se conoce con el nombre de Fuero; estos Fueros son unas verdaderas escrituras del contrato de población, y en todos se halla establecido el derecho de propiedad de las tierras en favor de los Concejos, con las pensiones que pagaban al Fisco [Real] los pobladores».
En la parte final de este párrafo el redactor incurre en una cierta confusión o ambigüedad al equiparar el Fuero municipal con el «contrato de población», que ya distinguimos antes. Marichalar y Manrique, en la obra citada, delimitan bien las facultades jurisdiccionales (distintas de las facultades dominicales nacidas del pacto) que tenían los Señores (distintos al Rey, se sobrentiende): «los Señores jurisdiccionales tenían en los pueblos de su propiedad autoridades delegadas que administrasen justicia civil y criminal [conforme a las Leyes del Fuero], pero siempre con apelación al Rey; al paso que la facultad legislativa [i. e., las Leyes del Fuero] pertenecía siempre a éste, ejerciéndola, o por medio de su aprobación a los cuadernos de Leyes [forales] que se le presentaban, o por medio de autorización especial para formarlos». Esto no hace sino reflejar el principio establecido en la Ley 12, Título 1, de la 1ª Partida: «Emperador o Rey puede facer leyes sobre las gentes de su Señorío, e otro ninguno no ha poder de las facer en lo temporal, fueras ende si lo ficiesen con otorgamiento dellos». Así ocurría con los Fueros, de ahí que afirmen Marichalar y Manrique que «será muy difícil, si no imposible, que se nos presente un cuaderno original foral de leyes dadas por primera vez a un pueblo de señorío, que carezca, o en el encabezamiento de autorización real para formarle, o al pie de confirmación o aprobación del Rey».
Es cierto que existen Fueros de muchos pueblos que no cumplen este requisito, pero la razón es sencilla: en todos estos casos los Señores se limitaban a dar a varias comunidades un mismo Fuero que servía de modelo; al cumplir el modelo original con el requisito antes dicho, no se necesitaba reiterarlo (se podrían citar como ejemplos al margen de los casos innecesarios del Fuero Juzgo o el Fuero Real de Alfonso X: el Fuero de Logroño, el de Cuenca, el de Uclés, Consuegra, etc.; o los llamados Fueros de frontera, como el de Sepúlveda, Soria, Colmenar y otros). El orden de preeminencia legal quedó claro desde la Ley 1, Tít. 28 del Ordenamiento de Alcalá (reproducida en los sucesivos cuerpos recopilatorios, incluida la Novísima en su Ley 3, Tít. 2, Lib. 3), tal como manifiesta el texto de su título: «Cómo todos los pleitos se deben librar primeramente por las Leyes deste Libro [y posteriores que tuvieren mismo carácter general]; et lo que por ellas non se pudiere librar, que se libre por los Fueros [municipales]; et lo que por los Fueros non se pudiere librar, que se libre por las Partidas».
Éste era, por tanto, el orden socio-constitucional hispánico: sociedades vivas jerarquizadas, ordenadas y emancipadas, esencialmente fundamentadas en la clase propietaria de los labradores (los antiguos collazos, «proletarios» para entendernos, vestigio del antiguo sistema pagano romano, habían prácticamente desaparecido hacia el siglo XIII), que constituían antes de la Revolución la mayoría de los propietarios (en comparación con la ínfima minoría de los artesanos gremiales de las ciudades), y que tenían libertad para asentar su dominio útil bajo otros Señoríos que les ofrecieran mejores condiciones (la mayoría de los tratadistas coinciden en que éstas solían verificarse en los señoríos eclesiásticos o de abadengo). A todo este rico y variado entramado social se le comenzó a aplicar la segur con los «Decretos» de las «Cortes» de Cádiz de abolición de los señoríos de 6 de Agosto de 1811 y 19 de Julio de 1813, que proclamaban la incorporación a la Nación [no al Rey, sino a la Nación, nuevo «Señor»] de «todos los señoríos jurisdiccionales de cualquier clase y condición que sean». Medida restablecida en el Trienio con los «Decretos» de 13 de Abril de 1820 y 3 de Mayo de 1823; y vuelta a implantar a la fuerza con los últimos «Decretos» de 2 de Febrero y 26 de Agosto de 1837.
Félix M.ª Martín Antoniano