La Iglesia se halla exudando su propia Pasión, principio de los dolores que son anuncio de un tiempo revelado sobre el que no cabe sino prudencia expectativa, mas nunca distanciarse de perseverar firmes para con lo práctico (Ap. 3, 14-22). Ante tan significativo y habitual desfallecimiento, el carlismo, nuestra bandera, por ser la primera hora de España —como señaló Fray Magín Ferrer— y así también aquélla insignia en que los hispanos han de reencontrarse vigorosos para la gran obra política de restauración, vigila y salva siempre el ánimo de quienes en cada momento se unen a esta Causa que vincular la Patria a Cristo; porque el compromiso legitimista exige un acto de caridad perfecta (en la medida de los hombres), nutrida la fe hacia el Rey por la Fe Santa, de modo que bien se nos podría haber consignado aquello de zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum, y a raíz de dicha virtud celebramos humildes una consecuencia política en la que ninguna otra sociedad ha podido reconocerse: «el carlismo no muere porque cada nueva generación vuelve a ser carlista»; esto bien lo evocó el Duque de Aranjuez, quien goce de sernos largo reservado por Dios para las Españas.
Más aún, el carlismo y nuestra Patria, a la par, ya que son conjuntos únicos con respecto de otras causas y de otros reinos, poseen unas cualidades distintivas tal y como la persona es sustancia individualizada en sí misma con participación de accidentes (Summ. Theol. Ia, q. 29, art. 1); y de esta manera existen naturalmente identidades en revés, que se impugnan las unas a las otras. Podemos decir entonces que, si cada persona posee una cruz particular con la que ha de acomodarse en su entrega al Altísimo (Mt. 16, 24), las sociedades de hombres, al ser colección, visten también una cruz comunitaria, política, —pero los cristianos conocemos que dicha carga no es sólo símbolo del padecer, sino que, junto a ello, se da cuenta esencial de las virtudes en un casamiento semejante al de aquella otra comunión que labra del alma y del cuerpo la unidad—. Así escogió Felipe II uno de sus lemas regios, Colit Ardua Virtus, de notable fortuna semántica, para representar esto mismo que hemos mencionado: la virtud se cultiva y mora con frecuencia en las elevadas ocasiones, que son de dificultad.
Pues bien, ¿cuál ha sido el gran esfuerzo español? Aquel que prestó a nuestros padres la coyuntura de incendiar el orbe con la venturosa llamada del Cordero, desde Covadonga hasta San Lorenzo de Nutca; porque justamente especificó Santo Tomás en De regno (II, 2) que es tarea de todo gobernante regir cada cuerpo político a razón de los fines para los cuales se fundara; y nuestros reinos, desde su génesis, nunca detentaron otra naturaleza que aquella de abogar por la Fe de Roma con todas las ciencias frente al enemigo —de esta forma lo admiró Tiziano en su pintura de La religión socorrida por España; o, dicho con el gesto pontificio de Su Santidad Pío XI, præclara Hispaniæ gesta cum catholica Religione (Dilectissima Nobis, 1933)— hermanando para dicha labor a tantos otros pueblos como se nos encomendase. Por ende, Isabel y Fernando no inventaron España, según algunos mal dicen, sino que más bien fue acto de la Providencia otorgar a nuestros Reyes la preciosa generación de una dinastía, que es la de Sus Majestades Católicas de las Españas, con arreglo a los fines fundacionales ya dispuestos en el III Concilio de Toledo —hos populos ad unitatem Christi ecclesiæ pertrahere— y cuyo extremo es hoy el Abanderado que nos congrega.
Todos nuestros monarcas han sido, en mayor o en menor medida, paladines de aquella misma encomienda que los hombres hispánicos correspondieron, pero «al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá» (Lc. 12, 48), y henos aquí que es por esta razón de exigencia que nuestra cruz particular, la de los militantes carlistas, es precisamente el martirio de las Españas, largo tiempo enajenadas de su fin natural, y esto sin antecedente exacto en la vida política cristiana; pues la paternidad conlleva un principio jerárquico, mas el hijo puede socorrer circunstancialmente al padre —y tiene obligación de hacerlo— si acontecen ahogo o miseria (Summ. Theol. II-IIæ, q. 101, art. 2): así nuestros veteranos auxiliaron con bravura la Santa Tradición, pero el liberalismo ha embotado a cada nueva quinta de españoles. Tan gravísima es, en suma, aquella demanda de la que nunca se nos ha retirado: primero hubimos de socorrer la Fe con todo el cuerpo político, hoy restaurar en ella el Reino para hacer de España regla y lumbre de otras naciones desastradas; pues que entonces se ha tratado siempre del mismo encargo de Monarquía evangelizadora, bendecida pronto nuestra Patria con la mayor fortuna en Santos de la Iglesia.
Pero también hubo para esta presente Comunión muchas ocasiones de cierre, ya que cada uno de nosotros en su cruz será tentado —y aquello es deseable para elevar la virtud (San Agustín, Exp. Salm. LX)—: el Abrazo de Vergara, las ideas de matrimonio con la dinastía ilegítima, cualesquiera de las escisiones, lo demencial del expríncipe Carlos Hugo y descendencia… Empero, cuando se da la tentativa, Dios ofrece siempre en respuesta un camino mesurado y confortante (1 Cor. 10, 13). Es así que el espíritu de la Expedición Real nunca ha decaído —ni habrá de hacerlo, porque su sangre es destilado de toda la historia española y en estas tierras ha prometido reinar el Corazón Sacratísimo; de Él fueron nuestros dolores de purga y también lo será cada victoria— como pronosticó el Capitán Honorario de Requetés F. D. Wilhelmsen: «La España carlista, debido a su posición estratégica, se sitúa como la intersección de una cruz cuyos brazos verticales son el norte de Europa y África, y cuyos brazos horizontales son el este de Europa e Hispanoamérica. Aquí, en esta intersección, se decidirá el futuro del mundo. Esta cruz geográfica es la Cruz que es la bandera de la España Católica».
Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel (Córdoba)